Me dispongo a salir. Una gota de sudor frío recorre mi frente mientras trago saliva y me armo de valor. Por encima de mis latidos se aprecian los soplidos histéricos de aquellos que me acompañan en este viaje, y, sobre estos, los gritos de aquellos que ya han partido. Con el corazón en la mano y los huevos en la garganta abrimos la puerta. Muy oportunamente, la puerta chirría y él la oye. Las luces se encienden al ritmo que marcan las pisadas. Uno de los que me acompaña se atreve a adentrarse, y eso es lo último que oímos de él. Eso y el rugido de aquella bestia que dice: «Por favor, no salgáis a los pasillos. Volved a clase».