Todos hemos sido niños. Todos hemos deseado con todas nuestras fuerzas crecer y hacernos mayores. Pero nadie nos dice que cuando lo consigamos, cerraremos los ojos cada noche anhelando poder volver a ser pequeños. Puede que a algunos les llegue antes y a otros después pero, ¿realmente importa el momento? Tarde o temprano, quieras o no, todos acabamos madurando. No importa cuánto te resistas, no importa que quieras seguir jugando; siempre llega esa circunstancia que te obliga a dejar de pensar con el corazón para hacerlo con la cabeza; y a partir de ahí ya no hay vuelta atrás.

Te levantas una mañana preguntándote si realmente ha pasado, si llevas meses o incluso años haciendo lo mismo sin darte cuenta de que esa rutina te está consumiendo. Pero sobre todo te preguntas por qué no hiciste nada para cambiarlo. Cada día igual al anterior, siempre lo mismo, una repetición de hábitos tan automatizados que ni siquiera necesitas pensarlos. Y entonces llega ese momento en el que por mucho que te lo preguntas, no consigues descubrir el sentido de lo que haces.

Nadie te prepara para eso. Nadie te dice lo difícil que será, lo cansado que estarás, y lo duro que resultará salir de esa inercia y apatía en la que has acabado basando tu vida. Aunque lo peor de todo es no saber si serás capaz de volver a sonreír con la inocencia y felicidad indeleble con la que solo un niño puede sonreír.

Esta ha sido mi vida desde hace ya un tiempo; una sucesión incesante de porqués y de maneras distintas de cómo podría haber hecho las cosas para no haber acabado en esta existencia monótona. Quizás, si tengo suerte, esta noche pueda soñar recuerdos de cuando aún solo era una niña sin preocupaciones.

«Lo primero que veo es esa lucecita brillando en mi ventana. Una pequeña luciérnaga inquieta que estará asustada, sintiéndose atrapada en esta habitación tan pequeña, y pensando en todo lo que hay fuera y a lo que no puede llegar. La pequeña luciérnaga recorre toda la habitación en un abrir y cerrar de ojos. No es una luciérnaga común, de eso estoy segura. Sus gestos son delicados, y con cada pequeño movimiento, produce un casi imperceptible tintineo propio de un diminuto cascabel. Me incorporo, quiero acercarme a ella. Se ha posado sobre mi vieja cajita de música Lentamente, sin querer asustarla, me aproximo un poco más. Desde aquí puedo verla con claridad. Tenía razón, no era una luciérnaga normal y corriente. Con un sutil movimiento levanto mi dedo índice. Ella lo mira interesada, extiende sus diminutas alas y vuela hasta situarse sobre él. Levanto mi dedo hasta colocarlo a la altura de mis ojos y observo curiosa a la pequeña hada que me observa divertida. Sinceramente, no me sorprende tener un hada revoloteando a mi alrededor. Quizás sea por esa locura lógica de los sueños o porque la niña que creía perdida, así como sus cuentos e historias mágicas, aún vive dentro de mí. En el fondo, es lo que menos me importa ahora.

De repente, una sombra cruza la habitación. Mi primer instinto debería haber sido correr, pero esto es un sueño, ¿qué es lo peor que podría pasar? La sombra se ha escondido debajo de mi cama. Divertida con la situación, me acerco y, poniendo los brazos en jarras como hacía mi madre cuando de pequeña hacía algo mal, espero a que salga. No pasan ni cinco segundos hasta que sale gritando de una forma que me resulta familiar, aunque soy incapaz de recordar por qué. Sus pies se levantan del suelo mientras, vestido de verde y con un gorro en pico del mismo color, adornado solamente por una pequeña pluma roja, comienza a cantar como el mejor de los gallos. Quizás ese color que le caracterizaba intentaba darme una pista de lo que ese niño misterioso iba significar.

El niño y la pequeña hada empiezan a volar por toda la habitación, y yo no puedo hacer nada más que reírme con ellos y saltar para intentar alcanzarlos. Pero no puedo. Lo intento con todas mis fuerzas, y soy incapaz de despegar mis pies del suelo. No entiendo qué pasa; yo también quiero volar y divertirme con ellos, pero algo muy fuerte me mantiene atada. Acabo cansándome de intentarlo y decido sentarme en el suelo a esperar. El niño se sienta a mi lado y me sonríe de una manera tan sincera que no puedo evitar devolverle la sonrisa.

-Si te rindes con cualquier pequeña dificultad, nunca vas a conseguir lo que quieres.

Aquel niño me dio probablemente una de las lecciones más importantes de mi vida. Me enseñó que un sueño siempre debe ser más fuerte que uno, cien o mil miedos.

-¿Cómo te llamas?- quiero saber.

-Ya lo sabes.- Se ríe.

Por mucho que pienso, no consigo recordar de qué me suenan. Ella tampoco me dice su nombre. A modo de respuesta emite ese tintineo que cada vez me recuerda más a un cascabel.

-Cierra los ojos- me pide emocionado.Decido hacerlo caso. Al cerrar los ojos, cientos de imágenes pasan por delante de mí. En todas ellas aparezco yo de pequeña: en la cuna, con mis primeros dientes, al empezar a caminar, el primer día de colegio, mi primera amiga, mi primera pelota, mi primera muñeca, jugando, riendo, viviendo...

Por fin, desde hace mucho tiempo, empiezo a sentirme libre. Me doy cuenta de que soy capaz de escapar de esta vida sin emoción que he construido para esconder el miedo que me daba aceptar que me había rendido, que había dejado de luchar por esos sueños que tenía de niña. Siento que ese peso que me mantenía atrapada e infeliz, va aflojándose poco a poco. Tardo unos minutos en abrir de nuevo los ojos. Cuando lo hago, descubro que mis pies ya no están en el suelo. Estoy volando. Unos pequeños polvos dorados caen a mi alrededor. Al principio, pataleo y muevo los brazos intentando mantener el equilibrio para poder girar, pero cuando me acostumbro, empiezo a moverme en el aire por toda la habitación. No puedo dejar de reír, es imposible no hacerlo.

Después de un rato, el niño me coge de la mano y tira de mí hacia la ventana. Sé que quiere salir, pero yo no me siento capaz de tanto. Aun así, él no se rinde. Tira de mí un poco más, hasta que estoy en el borde de la ventana. Miro hacia abajo, la caída sería mortal. Pero también podría llegar a tocar las estrellas.

-Si quieres vivir de verdad, ¡salta! Una pequeña ventana que tanto te asusta, es lo único que te separa de un mundo en el que los sueños pueden hacerse realidad.

Y por eso mismo salto. Porque necesito dejar de pensar tanto con la cabeza y volver a pensar con el corazón.

Estoy sobrevolando mi ciudad, tocando el cielo y brillando con las estrellas. No se puede expresar con palabras lo que siento ahora mismo. Libertad, ilusión, esperanza, seguridad, curiosidad, felicidad...

Entonces comienza un viaje que no puedo contar. Les prometí a mis nuevos amigos no revelar nunca el secreto de aquel mundo escondido. Fantasía, magia y un viaje de ensueño que nadie creería. Piratas, sirenas, indios, niños perdidos... Un nuevo mundo que nunca llegó a existir. El País de Nunca Jamás».

El sol ilumina mi habitación esta mañana. No soy capaz de recordar qué es lo que he soñado, pero, sea lo que sea, ha sido maravilloso. No me sentía así desde hace mucho tiempo. Vuelvo a tener esa ilusión por las cosas que creía perdida, y tantos sueños por cumplir...

Un impulso inexplicable me hace levantarme de la cama. Me acerco a mi escritorio. Mi mano roza la vieja cajita de música que tanto echaba de menos escuchar. Le doy cuerda y la abro. La pequeña hada empieza a bailar al ritmo de la música. Siempre me ha gustado cómo Campanilla bailaba con esa canción. Un niño que me resulta familiar se encuentra a su lado imitando sus movimientos. No recuerdo que esa figurita estuviera también allí. Supongo que Peter Pan prefiere seguir siendo niño, jugando sin fin en un mundo de música y risas.