Un día, en una ciudad llamada Ludton, nació una persona que no tenía nada, ni siquiera tenía un nombre. Sus padres lo abandonaron nada más nacer en un orfanato, no porque no lo quisieran, sino por su apariencia física. Era de gran estatura y su cuerpo era delgado cual rama de árbol.

Pasó su infancia en el orfanato, no podía salir de él debido a que las encargadas decían que asustaría a las personas y que el orfanato obtendría mala reputación. Realmente lo único que hacía era tocar el piano y distintos instrumentos, aunque estos estaban en pésimas condiciones. Nunca fue enseñado a tocar, pero durante el transcurso de los años él mismo iba aprendiendo.

El tiempo pasaba y el infame músico seguía con sus lecciones cada día. Cuando llegó a la edad de 16 años se convirtió en todo un virtuoso, tanto en el piano como en el violín. Aunque a esta edad se tuvo que ir del orfanato, se llevó consigo el violín desgastado. Caminaba por las calles con unos harapos de gran tamaño y las personas se asombraban o se asustaban al verlo, debido a que a esa edad el chico medía ya dos metros y medio.

Su altura y mala educación fueron suficientes para que no consiguiera ningún trabajo, y aunque sobrepasó con creces a todo el mundo en las audiciones para convertirse en músico, no consiguió el puesto. Cuando el chico preguntaba por qué no lo admitían, las personas le daban respuestas en un tono superior, diciendo cosas como «no contratamos a monstruos».

Nada consiguió que se librara de su miseria, lo único que le quedaba era pedir limosna en la calle. Empezó tocando el violín frente al público pero no le daban monedas. Después probó una nueva idea: pedir limosna sin ser visto, aunque esto le pusiera muy triste.

Él sabía que las personas sentían miedo cuando lo veían, por tanto lo mejor era eliminar su faceta de monstruo y resaltar su música. Así que se hizo con una manta, se tapó y solo dejó salir sus brazos. A partir de este momento, la gente parecía estar más contenta y le daba dinero regularmente.

En una de sus actuaciones, el público parecía estar más contento de lo habitual. Esto, aunque alegraba al chico, también lo entristecía, debido que le recordaba que la gente nunca le querría si se quitaba de encima su sábana. El chico se dio cuenta de que esa sábana se había convertido en una prisión, en otro orfanato del que no podía salir. Así que en una mezcla de tristeza e ira paró de tocar y se quitó la sábana que ocultaba su cuerpo. La gente empezó a gritar de terror y a tirar piedras y objetos contra él; comenzaron a correr, y el chico se quedó solo. No estaba llorando, pero la tristeza que le invadía era la mayor que había sentido en toda su vida.

Cuando el joven se sentó en un bordillo se percató de una figura que no había salido corriendo, sino que se había quedado quieto mirándolo. El muchacho le dijo:

-No has corrido al verme, eres una persona extraña.

La mujer no respondió, pero se fue acercando al chico lentamente.

Cuando estaba lo suficientemente cerca, la mujer le preguntó:

-¿Cómo te llamas?

A lo que el chico respondió con un silencio. Después de unos segundos, dijo:

-Nadie me ha nombrado nunca.

-Bueno, entonces te llamaré Sam-, dijo la mujer mientras sonreía.

Acto seguido el joven empezó a llorar, aunque él no sabía por qué. El ser nombrado fue lo más feliz que le había pasado en la vida. La mujer sorprendida se disculpó y le preguntó si había hecho algo malo. Sam, entre sollozos, lo negó.

Después de esto le dijo a la mujer:

-Y bueno, ¿cómo te llamas tú?

-Sofía- dijo mientras le daba un pañuelo a Sam para que se limpiase la cara.

-Te gustaría venir a mi casa a tomar una taza de té?- dijo Sofía.

Con una cara que demostraba lo sorprendido que se encontraba, Sam respondió:

-Sería un honor.

Cuando llegaron a la casa de Sofía, Sam se sentía más contento que nunca. Sofía le ofreció ropa a Sam, pero ninguna prenda le cabía, por lo que terminó quedándose con sus viejos harapos. Mientras estaban de camino a la pequeña mesa que tenía Sofía para tomar el té, Sam se percató de una gran habitación con un piano ubicado en el centro.

-¿Tocas el piano, Sofía?- preguntó Sam con intriga.

-No mucho, pero parece que tú sí que lo haces- dijo Sofía esperando una respuesta.

-Sí, sí que lo hago, ¿cómo te has dado cuenta?- preguntó Sam sorprendido.

-No creo que tuvieras otras muchas razones para mencionar una sala que solo tiene un piano- dijo Sofía.

Sorprendido por la audacia de la mujer, Sam volvió a dirigirse a la mesita de té, donde tranquilamente ambos charlaron por un largo tiempo sobre sus orígenes. Después de un rato Sam se dispuso a despedirse y a agradecer a Sofía el dejarle entrar en su casa, pero en el momento en el que Sam se agachó para salir por la puerta, Sofía le dijo que podía quedarse si quería. Sam, lleno de emoción, no pudo declinar esa oferta y felizmente la aceptó.

Todos los días Sam tocaba un par de canciones a Sofía con su violín o piano. Lo que más le gustaba de su estancia en aquella casa era las pequeñas charlas que tenían; esto era muy importante, debido a que nadie había entablado conversación jamás con él. Los paseos eran frecuentes, aunque las personas miraban raro a Sam, aunque esto no le importaba en absoluto, no era como antes.

Un día, Sofía le dijo a Sam:

-Ven, tengo una sorpresa para ti-.

Intrigado, Sam fue inmediatamente a mirar qué pasaba. Cuando vio lo que estaba tendido en la mesa del salón le brotó una sonrisa de oreja a oreja. Era un traje negro, con botones, pañuelo, bolsillos, e incluso tenía su propio juego de zapatos.

-¿Es para mí?-, dijo exaltado Sam.

-¡Claro!-, respondió Sofía eufórica.

El traje le iba como un guante y por primera vez en todo lo que llevaba de vida tenía unas prendas decentes. Los meses pasaban y el lazo de amistad entre Sofía y Sam era cada vez más fuerte. Pocas discusiones tenían, y si las tenían siempre las arreglaban cantando y bailando en la sala de música. Parecía que la vida de Sam no podía ir a mejor, pero un fatídico día ocurrió algo inesperado.

De un día para otro una guerra estalló, no solo en la ciudad de Ludton, en todo el país. Aterrados, Sofía y Sam permanecían en casa todo el tiempo posible; en las calles se oían gritos y disparos a lo lejos. Los días de cantar y festejar llegaron a su fin, y ninguno de los dos tenía ganas de seguir con su festival de música.

Una mañana, al despertar, vieron a lo lejos de la calle un grupo de soldados del bando enemigo. Atemorizados se quedaron en casa y no se movieron. Poco después Sofía, que se asomó por la ventana para ver qué estaba ocurriendo, descubrió la terrible verdad: los soldados estaban yendo casa por casa matando a los inquilinos con ánimo de hacer que el alcalde de Ludton se rindiera ante las tropas. Las calles estaban bloqueadas por soldados armados y antes de que se dieran cuenta era su turno.

Los golpes en la puerta se fueron identificando, hasta que se oyó un gran crujido. Sofía dijo rápidamente a Sam:

-Ven, rápido, métete en el armario.

-Métete tú también, caben dos personas de sobra-, dijo Sam sollozando.

-Tranquilo, tengo un plan, confía en mí, saldrás vivo de aquí- respondió con confianza Sofía.

-Está bien, pero no hagas ninguna locura, te lo suplico.

Sofía cerró el armario y Sam se encontró en la pura oscuridad. Ahora solo podía oír unos pasos, probablemente de los soldados, que parecían estar subiendo por las escaleras. Poco después se oyó gritar a uno, y acto seguido los pasos pararon, pero enseguida volvieron, esta vez con más intensidad que antes. Lo último que se oyó fueron unos disparos, y gritos.

Un gran silencio inundó la habitación. Lo siguiente que Sam pudo escuchar fue a un soldado mandando por radio la señal de que la casa estaba despejada. El corazón de Sam se paró, su aliento se estremeció y pensó por un momento lo que estaba pasando. Se volvieron a oír pasos, esta vez más relajados y distantes. Cuando parecía que ya no había peligro, Sam abrió la puerta del armario y se encontró con una imagen que le perseguiría toda su vida: la imagen de Sofía tirada en el suelo con un charco de sangre debajo de ella.

Sam no supo cómo reaccionar, lo único que se le ocurrió fue tirarse al suelo y empezar a agitar el cuerpo inmóvil de Sofía mientras lloraba. En ese momento se dio cuenta de las palabras de Sofía: “Tranquilo, tengo un plan, confía en mí, saldrás vivo de aquí”. Estaba en lo cierto, Sam salió vivo, y su plan era sacrificarse para que eso pasase. Al darse cuenta de esto, Sam se paralizó y cayó al suelo, esta vez inconsciente.

Cuando se levantó se quedó quieto, sin mover un solo dedo. Después de varios minutos pareció que sus sentidos empezaban a volver, y se percató del gran estruendo que estaba ocurriendo afuera. Asomó la cabeza por la ventana un segundo y vio que la batalla se había extendido hasta la calle donde residía: las balas volaban y las bajas eran incontables. Un sentimiento de deber recorrió el cuerpo de Sam, no quería vengar la muerte de su amiga, más quería que la guerra parase.

Sam se tranquilizó, respiró profundamente y bajó por las escaleras, no sin antes mirar una vez más el cuerpo de Sofía. Cogió su violín que parecía que se iba a desmontar en cualquier momento y salió de su casa.

Las balas volaban, su sonido podía aturdir a cualquiera que las oyese. Como si fuese lo más natural del mundo, Sam empezó a tocar el violín mientras paseaba por la calle, resaltando entre todos debido a su estatura. Toco la canción más calmada que conocía, los soldados notaron su presencia, pero en vez de escuchar su música, la mayoría cayeron atemorizados por su estatura.

Debido a estas caídas el fuego bajo considerablemente, y la canción se empezó a oír. Los soldados, asustados, dispararon a Sam, quien esquivó los disparos mientras bailaba, tocando y cantando. Su presencia cada vez se hacía mayor, hasta el punto en el que no podía ser ignorado. Fascinados por la música, los soldados se encontraban incapaces de pelear. El fuego paró completamente y todos comenzaron a cantar, bailar y disculparse con el enemigo. La gran batalla que asolaba a Ludton llegó a su fin por el poder de la música de Sam.

Pero Sam no estaba contento. Su travesía solo acababa de empezar. Todo el país estaba en guerra, así que provincia por provincia, pueblo por pueblo, calle por calle, Sam iba cantando y tocando música a los soldados, haciendo que dejasen de pelear e hicieran las paces.

Cuando la guerra cesó en todo el país, Sam no encontraba motivo para seguir viviendo, pero un gran número de personas le ofrecieron un trabajo como músico profesional. Sam siempre declinaba estas ofertas porque lo que más le apasionaba era hacer feliz a la gente que lo necesitaba, así que organizaba fiestas donde todo el mundo, fuese quien fuese, podía cantar, bailar y pasárselo en grande, porque eso es lo que más le gustaba a Sam: ver a la gente feliz.