Es él quien me vio desmaquillada, despeinada, dormida, con ojeras, llorando, riendo, borracha, deprimida. Me vio de todas las maneras en las que se puede ver a una persona, y pondría mi mano en el fuego porque me quería hasta viéndome del revés.

Fue con él con quien perdí la vergüenza, con quien desnudé mi alma. Con él me atreví a vivir, a enamorarme; en fin, a vivir el amor con palabras mayúsculas. Y qué feliz era cuando me miraba a los ojos, pasando la lengua por el papelillo al hacerse un cigarro, cuando me decía «quiero verte aunque sea 5 minutos», o simplemente, cuando me mandaba ese «buenos días» con esos 4 corazones, como de costumbre.

Dudas y reproches, nudos en la garganta después de cada discusión, porque somos más de ponernos en el lado de los impulsos que en el de la razón, el continuo tira y afloja, y ahí es cuando se forman cicatrices al confesarnos que nunca vamos a ser eternos. Antes tan unidos y ahora tan rotos, es un todo o nada constante. Lo fatídico de nuestro amor, como el de todos, es que contenía celos, pequeñas mentiras, inseguridades; pero siempre había algo que vencía a todo eso, como todas esas tonterías de niños pequeños que como rutina solíamos hacer. Y de un día para otro, nos dijimos adiós sin saber que iba a ser nuestra última despedida. Como dice nuestra canción, The Night We Met: «Tenía todo, y la mayoría de ti, y ahora no tengo nada de ti. Llévame de vuelta a la noche en que nos conocimos».

Nuestros sentimientos se jerarquizaron, y no había una vuelta a nuestro pasado perfecto. Porque quizás lo nuestro no fue un pretérito imperfecto del verbo querer, quizás es que nunca hubo verbo.