1939, campo de concentración de Ravensbrück, exclusivo para mujeres.

Trato de enhebrar la fina punta del hilo en el pequeño agujero del de la aguja, pero me tiembla el pulso. Mis párpados caen pesados robándome constantemente la poca luz que entra por la ventana. Me piden que les deje caer, pero no puedo permitírselo. Hago más esfuerzo por intentar atinar, pero mis manos tampoco ponen de su parte. Mis nervios comienzan a aumentar cuando veo a aquel soldado acercarse; llevo demasiado tiempo tratando de conseguirlo, mi madre jamás me enseñó a hacer esto...

—Déjame a mí, Agatha, —dice mi compañera arrebatándomelo de las manos—. Ya está... —Me entrega de nuevo la aguja, pero ahora ya enhebrada.

No me pasa desapercibida su rápida mirada hacia atrás; al parecer ella también se había dado cuenta de aquel hombre que se dirigía hacia aquí con un arma en la mano, el cual pareció cambiar de rumbo al ver que todo seguía en marcha. Todas las demás mujeres de aquí siempre tratan de ayudarme, tal vez porque soy la más joven de entre todas, o simplemente porque no resultaría agradable ver sangre derramada por la torpeza de una niña al enhebrar una aguja. Decido continuar mi labor empezando a coser la tela que me han dado.

Las horas pasan y el cansancio aumenta. Mis piernas ya agotadas de mantenerse en pie, comienzan a doler. Ya ha anochecido; llevo aquí todo el día tratando se coser y descoser todo aquello que me proporcionan. Mi compañera de al lado intenta indicarme cómo se hace, de vez en cuando, procurando que los soldados no nos pillen perdiendo el tiempo lo más mínimo. El sonido de una estridente alarma resuena en mis oídos, lo que indica que el día de trabajo ha acabado. Todas nos levantamos y en filas, de manera automática, nos dirigimos hacia las habitaciones. No muy lejos de mí visualizo cómo una mujer de edad avanzada es golpeada con el canto de una escopeta.

—¡Más rápido!, —escupe el enfadado soldado—; ¡no tenemos tiempo que perder!

Mi mirada se emborrona, por las lágrimas, pero como tengo opción, trago saliva y continúo andando como si aquello que acabo de ver fuese lo más normal.

Cuando llegamos al cuarto, nos es proporcionada una barra de pan para todas las mujeres que nos encontramos en la habitación, aproximadamente unas treinta; de entre ellas dos se encargan del reparto del alimento. Cuando llegan a mí y me suministran mi parte, no tardo en devorarlo, deseando que fuera algo más.

Al poco rato, cinco soldados de frías expresiones entran imponiéndose con sus armas. Sin mediar palabra con nosotras, seleccionan a una mujer, seguramente al azar, y se la llevan, sin dar ninguna explicación.

Una a una nos vamos yendo a dormir. Solo disponemos de trece camas, por lo que tratamos de repartírnoslas para que quepamos todas.

Pasadas las horas, la chica que se habían llevado, pero con nuevos cortes y rasguños en los brazos. Parece decaída; mira hacia abajo tratando de no realizar contacto visual con nadie. Mi curiosidad me pide que le pregunte, pero mi cansancio es más poderoso. Me gustaría poder levantarme y preguntar, pero creo que apenas tengo fuerzas para ello. Me gustaría dormir, pero los constantes disparos y las graves voces de fuera se oyen demasiado. No me gusta cuando se quedan hasta tarde hablando y divirtiéndose con las armas. Aún recuerdo la dulce voz de mi madre pronunciando mi nombre para que me despertara, sus abrazos y sus ánimos cuando algo no me salía. No fui consciente en el momento en el que me arrastraron a aquel autobús y me internaron en este campo, de que me estaban robando una gran parte de mi vida, lo poco que me quedaba de niñez. Solo quiero volver a mi pequeño pueblo de Alemania y ver a mi madre. Ojalá hubiera sacado su valentía y me hubiera opuesto como ella...