Estoy muriendo, me repetí a mí misma mientras miraba mi reflejo en aquel empañado espejo. Estoy muriendo, me decía una y otra vez mientras miraba aquellos ojos castaños, con oscuras y permanentes ojeras que reflejaba mi rostro. Estoy muriendo, eran las únicas palabras que esa corrompida y grave voz podía decir y darme un valor que no tenía. Estoy muriendo, me decía a mí misma mientras apretaba mi pecho con fuerza. Estoy muriendo, decía mientras pintaba cada una de mis marcas y disfrazaba mi piel desnuda con miedo de ser descubierta. Estoy muriendo…, dije mientras soltaba un frío y espantoso suspiro que resonaba en esa pequeña y fría habitación, hecha de baldosas blancas cubiertas por dolor y desesperación, que eran invisibles para ojos de muchas personas menos los míos. ¿Qué hago ahora?, le pregunté a mi reflejo, el cual se arañaba la garganta y golpeaba el espejo queriendo salir, pero sin mencionar ni una sola palabra. Llorando, sin control e intentando gritar con esa voz silenciosa, que no podía ser escuchada ni aunque quisiera. Golpeando una y otra vez con esas manos desnudas y frágiles que podían ser heridas en pocos segundos.

Llenas de rozaduras y arañazos, de cicatrices y moratones, por romper una y otra vez aquel espantoso espejo que se restauraba al poco de ser rallado. «Por favor, para», le decía mientras acariciaba el frío espejo con desesperación. No vale la pena, le repetía una y otra vez, pero no se detenía, y lo golpeaba mientras se deslizaban lágrimas por su rostro. ¿Por qué lo haces?, le pregunté confusa al ver tal esfuerzo sin efecto alguno. El reflejo seguía golpeando, gritaba unas palabras con esos labios secos y agrietados, las cuales no podía descifrar, aunque podía imaginarlas. Podía saber que pedía ayuda, que rogaba ser liberada, aquel reflejo de una mujer idéntica a mí, con el mismo color oscuro de pelo, con los mismos ojos castaños agotados, con la misma piel pálida arañada y golpeada. Una persona idéntica a mí, pero diferente en un solo aspecto: ella aún no había asumido que estábamos muriendo, que no teníamos escapatoria, que estábamos encerradas tras una gruesa capa de cristal, en dos mundos paralelos, pero muy parecidos. Que por más que gritase y golpeara, nadie vendría, nadie la ayudaría, nadie estaba allí para ella. Pero lo intentaba, cada día, en cada mañana, en cada noche...

Me pongo frente al espejo, ella solo está ahí, rogando por ayuda. Apoya su rostro contra esa capa gruesa de cristal y golpea, golpea siempre en el mismo lugar, a la misma hora, todos los días.

Ya era una rutina para mí, una rutina dolorosa y agotadora que no podía ser evitada. Miro la hora en el pequeño reloj de mesilla que se apoya en el lavabo debajo del espejo. Doy tres leves golpes en la gruesa capa de cristal, llamando la atención de aquel reflejo desolado. Me mira a los ojos y apoya su mano en el cristal, colocando la mía en el mismo lugar puedo notar cómo el frío cristal se hace cálido en ese pequeño hueco. El reflejo me sonríe mirándome a los ojos y limpiando sus lágrimas con su otra mano. El reflejo asiente, aun sin que yo diga una sola palabra. Se da la vuelta, y al lado de un estante agarra una mochila beige, algo estropeada ya por los años, pero que ella aún adora como su único tesoro...

Me miró antes de marcharse, y apoyó de nuevo la mano en el cristal. Yo cogí mi mochila e hice lo mismo. Fueron cinco segundos con los ojos cerrados, cinco segundos antes de que el calor desapareciera, abriera los ojos, y aquel reflejo idéntico ya no estuviera. Mi reflejo estaba, pero no era ella, era yo, un reflejo que seguía mis órdenes, no actuaba por libre, sino que me obedecía al pie de la letra en cada gesto y movimiento que hacía. Sonreí y sujeté con fuerza una de las asas de mi mochila. Andando con paso lento hacia un día cualquiera.