Nací el 4 de noviembre de 1937 en Ucrania. En mayo de 1941, la Alemania nazi de Adolf Hitler invadió la Unión Soviética, y todo hombre en edad de luchar fue llamado a filas. Entre ellos, mi padre, que fue asesinado por un comisario del Ejército Rojo.

Aquellos días de guerra estaban marcados por las victorias del ejército nazi. Vivíamos en un primer piso y teníamos un balcón. Recuerdo que de noche me acostaba en un colchón en la terraza y miraba lo que yo creía que eran fuegos artificiales y que en realidad eran los proyectiles antiaéreos y las balas.

Un día nos acostábamos bajo dominio soviético y al otro nos despertábamos con alemanes en la ciudad. Como mi cada era la única de las pocas casas que quedaban en pie con varios pisos, y tuvimos que compartirla con generales alemanes durante un tiempo.

Con el avance del Ejército Rojo, mi madre decidió montarnos en un tren de carga para escapar hacia Occidente antes de que la guerra nos alcanzara. Tras varias semanas de viaje, el azar de las vías nos dejó en Viena, donde oficiales alemanes nos capturaron y nos enviaron a un campo de concentración cercano.

Nos alimentaban con una dieta a base de sopa de cáscara de patata sin lavar. Después de un tiempo, nos enviaron a una mina de carbón con un centro de trabajo al lado. Era un lugar más tranquilo pero también escaso de alimentos. Me llevaron a un centro escolar alemán porque estaba en edad de ir al colegio, pero mi madre no tardó en interrumpir aquello y yo de lo agradecí porque me sentía discriminado.

Al segundo año de estar allí, comenzaron los bombardeos nocturnos ingleses. Teníamos que bajar corriendo a la mina, donde esperábamos horas hasta que cesaban. Con la entrada de los estadounidenses en la guerra, los bombardeos eran diarios. En aquel campo había un viejito que lo había perdido todo y le tomamos mucho cariño. Un día agarró una rama de sauce y me hizo una flauta; no duró mucho porque los soldados alemanes me la quitaron. Con la llegada del Ejército Rojo y de las fuerzas aliadas, los alemanes tiraron sus armas por las calles y se retiraron. Podías encontrar tanques, granadas, pistolas y todo tipo de munición por las calles. Usábamos bengalas con esperanza de que llegaran las fuerzas aliadas.

Cuando mi madre se enteró de que el Ejército Rojo había entrado en la ciudad supo que ya la habían dejado sin marido y les daría el beneficio de la duda respecto a sus hijos. Así que en 1949 nos embarcamos en un barco rumbo a América del Sur. Fue el primer día que pude comer hasta llenarme.