Que me brillaban, y me siguen brillando mis pequeños ojitos achinados al hablar de él. Tengo una arruga por cada día que paso en esta casa de madera, muy acogedora, pero sin la persona que hacía de mis días algo mejor.

No hago nada más que pensar en todo lo que pasé con él, lo bueno, lo malo, las risas, las tristezas, las penurias…

Paseando por la calle, siempre con la mirada perdida, percibo su olor, noto su presencia. Me imagino que sí, que todavía sigue aquí, pero siempre termina siendo un no, y qué duro es ese golpe de realidad que me da al mirar por el rabillo del ojo y ver que se ha ido.

La soledad que me acoge es muerte en vida. No tengo a nadie, estoy sola, rota de dolor. La voz se me resquebraja cuando hablo de cada baile, de las cenas de navidad donde, desde que él falta, ya no son iguales.

Cada recuerdo suyo me rompe poco a poco el corazón. Siento que cada día se me va yendo la vida y no quiero seguir luchando, porque ya nada me une a este mundo.

Desde que se fue, entendí que nacimos para ser recuerdos, y que estamos construidos a partir de ellos.

Ahora, sentada en este sillón color caramelo, donde él veía sus partidos de fútbol, me siento más viva que nunca.

Por fin voy a volver a verle, y me llevo conmigo ese colgante en forma de corazón que me regaló cuando todavía éramos unos jóvenes con ganas de enamorarnos; en esta vida lo llevaba, y en la otra también lo seguiré llevando.

Ya llega el momento, siento que, lentamente, el corazón ya deja de latir.

No tengo miedo, ya voy a tu encuentro.