He llegado a casa, no soy feliz, pero he llegado.

No sé si es la séptima o la octava copa, pero sé que cada vez me está costando más hacerme dueño de mis actos, no de los que afectan a mi cuerpo, sino de aquellos que ordena mi cerebro. He intentado no hacerlo, no pensar en ella, no recordarla, pero es tarde, ya lo he hecho.

Dejo seca la última copa, necesito irme a casa a llorar a mi rincón. No necesito más que eso. Se hace larga la travesía, mi cuerpo no para de moverse como un barco en la tempestad, pero mi mente escora más; cada vez estoy más solo, cada vez más ebrio, y cada vez menos consciente de lo patética que es esta vuelta a casa. Todavía me quedan dos calles, dos infiernos quemados por la fricción que nuestros labios produjeron en cada una de esas calles en algún momento de nuestra vida. «Esta es mi calle», dice el cerebro ordenándome a duras penas girar a la derecha y llegar a mi portal. ¿Qué he hecho mal? ¿Ni siquiera la cerradura se perfila para darme una ayuda? Al fin consigo introducir la llave en la cerradura. Las escaleras son el último obstáculo. Pero el camino acaba frente a la puerta de mi casa, frente a pensamientos, tan absurdos.

He llegado a casa, no soy feliz, pero he llegado.