En realidad, independientemente de la predilección gastronómica del inseparable amigo de Astérix, el galo, poca hubiera sido la diferencia, ya que el cerdo (sus domestica) no es sino la domesticación que la Humanidad empezó a hacer del jabalí (sus escrofa) hace, al menos, 13.000 años.

Gracias a la arqueología, también sabemos que los pueblos celtibéricos e ibéricos representaron habitualmente al cerdo en terracotas y esculturas en piedra (los célebres Toros de Guisando -provincia de Ávila- podrían ser en realidad verracos erigidos por los vetones hacia el siglo IV antes de Cristo). Y también, a través de inscripciones rupestres, sabemos que los pueblos de cultura celta se refirieron a él con el nombre de porcom. Denominación muy similar a la latina: porcus, de la que deriva el término porcina, referido a la ganadería dedicada a la cría de cerdos.

Desde la Edad Media y prácticamente hasta bien entrado el siglo XX, en una España mayoritariamente rural, la cría y el consumo de carne de cerdo fueron fundamentales, y no solo para la alimentación sino también para la propia supervivencia. De este modo, llegado el tiempo del sacrificio del animal (desde San Martín de noviembre hasta Carnavales) cada hogar de cada pueblo de Aragón convertía en fiesta popular la matacía del tocino. Término (matacía) que solo se emplea en Aragón, y así lo recoge el Diccionario de la RAE, pues en el resto de España se denomina matanza, cuyo día en no pocas ocasiones se prefirió cayera en luna vieja, cuya forma -curiosamente- semeja a la de una pequeña guadaña.

Llegaba en aquella jornada de buena mañana el matachín a la casa, acompañado de sus ayudantes y comenzaba el ritual obsequiando los dueños al matarife y su equipo con anís -o aguardiente- y mantecados, pues la cortesía y el intenso frío del alba así lo requerían. Después, y una vez sacado el cerdo, muy a su pesar, de la choza (o corte) se le llevaba al banco de madera, colocado en medio del corral, en el que era sacrificado. Tras su muerte, los pelos del cerdo se socarraban con balagos de paja, y se le quitaba la piel vertiendo sobre ella agua caliente y frotándola con piedras pómez.

El despiece podía hacerse por el matachín, bien en el propio banco o colgando al animal de sus patas traseras. En ambos casos, la afilada segur y la pericia del matarife convertía al animal, y tan solo en cuestión de minutos, en perniles, lomos, costillares, blancos, carota, morros, orejas, patas y rabo. Mientras, las vecinas y amigas que habían acudido a ayudar a la familia en tan señalado día, se afanaban en poner cada pieza en grandes lebrillos de arcilla recubiertos de paños de lino.

Los intestinos del animal (mondongos) se limpiaban minuciosamente y eran esterilizados en agua hirviendo, pues eran imprescindibles para hacer las morcillas, los chorizos y la güeña. Para el mondongo se utilizaban máquinas capoladoras de carne, embutidoras y fundamental era una gran olla de cobre con agua hirviendo, puesta al fuego de leña en el corral, para cocer los recién hechos embutidos.

Los fardeles (pastelillos de hígado, mezclado con aceite de oliva, piñones, ajo y perejil, envueltos en el redaño del cerdo) constituían un exquisito manjar digno de estrella Michelin. Al igual, claro está, que el jamón (que como el de Teruel no lo hay) la conserva (tronchos de costilla, longaniza y lomo fritos, conservados en tinajas con aceite de oliva) o la gran sartenada de migas con unto de oveja, uvas, pimentón, ajo y chichorretas que se preparaba para hasta 30 personas.

Constituía, además, la matacía un día de solidaridad, pues la familia que había matado el tocino reservaba productos para los vecinos que habían ayudado en las labores, así como para las personas necesitadas del pueblo que eran también invitadas a la celebración. Y es que, no sin razón, la fiesta de la matacía constituyó, hasta no hace tanto tiempo, el gran banquete del año.

Niños, merienda y fútbol

Un día muy especial, en fin, también para los niños de las casas protagonistas, que ese día no iban a la escuela. Ellos merendaban el rabo del cerdo y tajadas de tocino asadas acompañadas de pan de leña y después se divertían jugando al fútbol con la vejiga del cerdo que inflaban hasta convertirla en un balón.