Ese «¡Viva la Pepa!», el nombre con la que fue bautizada popularmente la Constitución de 1812 alumbrada en las Cortes de Cádiz un día de San José, no fue un grito sin más, ya que escucharlo provocó grandes trifulcas entre aquellos que eran partidarios del absolutismo encarnado en el rey Fernando VII y los que buscaban que España evolucionara en los ideales de la revolución iniciada en Francia unos años antes. Eso sí, que evolucionara pero según los designios que marcaran los propios españoles y sobre todo sus élites burguesas, y no al son de la Marsellesa.

Y es que esas ideas de la revolución llegaron a punta de bayoneta con la invasión de Napoleón Bonaparte pero se luchó contra ellas porque, como había dicho el mismo Robespierre, «nadie ama a los misioneros armados».

Nos vamos primero al año 1807, cuando Carlos IV de Borbón y su valido, Manuel Godoy, firmaron el Tratado de Fointenebleau, por el cual se permitía al invicto ejército napoleónico entrar en España para invadir Portugal, fiel aliada de Gran Bretaña y que era una de las grandes potencias que se oponían al expansionismo galo. Pero ese mero paso de sus ejércitos se fue convirtiendo en los meses siguientes en una ocupación efectiva de sus plazas más importantes y acabó llegando al destronamiento del propio Carlos IV y su hijo Fernando y al estallido de la Guerra de la Independencia.

Napoleón y su hermano, el rey José Bonaparte, trataron de traer los ideales de la revolución francesa a España y en parte lo consiguieron, porque calaron mucho, pero no cuajaron por la situación de guerra y por el rechazo a una imposición extranjera. Sin embargo, la oposición al dominio francés cristalizó en las juntas de defensa que acabaron formando unas cortes españoles que buscaron refugio en Cádiz. Durante meses y en un contexto de asedio, dichas cortes desarrollaron y acabaron aprobando en 1812 la primera Constitución española. Es paradójico que apenas estuviera en vigor de forma efectiva, pero fue sin duda un primer paso en la construcción del liberalismo en España, de ideas como el control del poder de la monarquía a través del parlamentarismo, la división de poderes, la soberanía nacional del pueblo, el derecho a la propiedad privada, la libertad de prensa y un largo etcétera.

Tuvo además un profundo impacto internacional, ya que inspiró muchas de las constituciones que se fueron creando en los años siguientes cuando comenzó el proceso de independencia de los territorios españoles en América, pero también lo hizo en Europa, ya que el Reino de las Dos Sicilias que englobaba Nápoles y la isla siciliana, prácticamente la copió en 1820. Fue sin duda una de las cartas magnas más avanzadas de su tiempo, y eso se ve en la influencia que tuvo.

Para acabar, quiero hacer referencia a la aportación aragonesa a esta primera constitución. El doctor en Historia Daniel Aquillué nos habla de un Aragón que por entonces contaba con unos 657.000 habitantes censados, por lo cual le correspondían 13 diputados en esas cortes gaditanas. De ellos, la mayoría de esos diputados apenas intervinieron en los debates, pero hay excepciones como el de Pedro María Ric, uno de los héroes de los Sitios de Zaragoza y un liberal convencido. También tenemos a Juan Polo, Isidoro de Antillón, Vicente Pascual, Pedro Silves o José Aznarez, este último firme defensor de la abolición de la tortura a los presos para lograr confesiones. El turolense Vicente Pascual, natural de Rubielos de Mora, tuvo el honor de presidir las cortes de Cádiz aquel 19 de marzo de 1812 en el que se aprobó la Constitución, como así lo recuerdan varias placas con su nombre entre las muchas que adornan la iglesia de San Felipe Neri, sede de dichas cortes.

Por supuesto dentro y fuera de las cortes había sectores que defendían el absolutismo, a lo cual el diputado aragonés Isidoro de Antillón respondió así en la tribuna de oradores: «[…] por desgracia hay hombres imbuidos todavía en ideas absurdas […]. Lo que importa es que España sea libre; que no vuelva a las antiguas cadenas, que no pueda el pueblo decirnos algún día que en vez de haber sido representantes dignos de defender sus derechos y su independencia, hemos contribuido, por miserables contemplaciones, a traerle nuevas y más insufribles calamidades».

Sin duda una frase que bien podría estar de plena actualidad.