Toda estrella televisiva puede apagarse. Algunas se quedan sin combustible y desaparecen, o se convierten en gigantes demasiado inestables para seguir. Otras estallan de la noche a la mañana en colosales supernovas, pero unas pocas tienen un destino peor: dejarán de ser estrella, serán agujeros negros. Empequeñecerán, se volverán densas, miserables: atraerán hacia sí nuestra odiosa oscuridad, nuestro infinito deseo de verlas morir. Este fue el destino de Bill Haker, conductor del programa Night Haker, la perla más brillante de la CSA.

Pelo blanco, nariz enorme, voz pectoral, ¿quién no tiene todavía, meses después de su desaparición, su voz y su cara grabadas en la memoria? ¿Quién no ha reído alguna vez, aunque ahora esté mal visto admitirlo, ni que sea a regañadientes, con su mordacidad? Me limitaré a contaros algunas cosas sobre él -sobre lo que le pasó- que vosotros ignoráis. ¿Cómo sé todo esto? Porque Haker es mi amigo. Y si por admitirlo venís a por mí, de acuerdo. Vuestra crueldad es algo con lo que ya cuenta cualquier persona razonable.

La tarde que dio paso a la noche de la catástrofe, Haker dejó a su mujer en casa antes de salir disparado para los estudios de la CSA. Venían del gran almuerzo anual de las sabandijas más gordas del sector de las telecomunicaciones, que celebraban al inicio del verano. Haker me dijo que le hubiera gustado largarse en cuanto terminó su discurso de bienvenida, pero Elisa, su mujer, se lo impidió. Haker protestó como solía hacerlo: le dijo a Elisa que él podía ser una putita de los peces gordos, pero solo cobraba por las palabras del discurso y no por las que se viera obligado a repartir en los postres. Ella se mostró inflexible. Elisa es inflexible. La prueba es que ni siquiera después de lo que pasó se planteó divorciarse. Vive con el apestado. Duerme con el apestado. Se deja ver con el apestado. He conocido muy pocas mujeres capaces de eso. Compartieron la gloria y ahora comparten la reprobación.

De no ser por ella, Haker no hubiera llegado al estrellato. Tiene una personalidad demasiado impredecible, demasiado melancólica, demasiado cínica y vanidosa. «Si no es por mí», le dijo un día mientras yo cenaba con ellos, «seguirías en el tugurio de mala muerte donde te conocí». Lo cual es más que probable: han pasado demasiados escenarios desde aquel escenario podrido, demasiadas carcajadas desde aquel público borracho, demasiados años desde el tiempo de la juventud, pero Elisa se ha mantenido siempre junto a él, empujando, deslizando buenas ideas, toreando a la bestia que empujaba a Haker a tirar la toalla si un día la audiencia bajaba una décima o el público del programa no había reído sus chanzas con un nivel suficientemente apreciable de histeria colectiva.

El conductor que llevaba esa tarde a Haker hasta los estudios de televisión se llamaba Juancho. Pocos saben esto, pero Juancho es el autor de algunos de los mejores chistes que ha contado Haker sobre Donald Trump. Juan-cho sigue siendo hoy en día uno de los conductores de CBA y espero que mis palabras no le causen ningún daño. Hijo de un espalda mojada que llegó a Estados Unidos en plano mandato de Bush padre, descubrió que el sueño americano ya se había desvelado para entonces. Aquella tarde, se dio cuenta de que su pasajero estaba ausente. Como si ya tuviera un presentimiento, me dijo meses después.

-Pues qué le pasa, jefe, ¿ha discutido con la mujer?

-Es imposible. Si discutes pierdes, Juancho. Hoy me ha obligado a permanecer entre la jet-set más tiempo del que recomiendan las autoridades sanitarias. ¿No te das cuenta de que te miro con desprecio? ¿No has visto mi cara de asco antes, cuando te he estrechado la mano?

-Jefe, pero yo pensaba que usted ponía esa cara de asco porque me había visto dándome cariñitos aquí en el coche, con la misma mano que le di.

Rieron. Era capaz de arrancarle una carcajada a Haker en cualquier momento. Bromeaban como dos adolescentes y así lo hicieron durante el penúltimo trayecto que harían juntos. Juancho le preguntó quién sería el invitado del programa y Haker volvió a ensombrecerse un poco. Venía Norbert Harrison, el racista senador republicano de Iowa. La consigna era burlarse de él en directo hasta hacer a la audiencia sangrar. Y la palabra que destruyó sin más la carrera de Haker surgió de repente, poco después de tenerlo delante. Aquella cadena de sílabas destructivas brotó de los labios de Haker como un fabuloso abracadabra letal.

Mañana, segundo capítulo:

El senador.