Una vez, cuando defendía que «nada alimenta más la imaginación que los hechos reales», Tom Wolfe recurrió a un dicho: «Hay cosas que no te puedes inventar». Ahora, cuando toca escribir su obituario, se puede extender la expresión para hablar de él. El reportero y pionero del nuevo periodismo, ensayista y escritor de La hoguera de las vanidades y otras tres novelas, falleció el lunes a los 88 años en un hospital de Manhattan. Había estado afectado por una neumonía e ingresó por una infección, según su agente, Lynn Nesbit. Deja un hueco en el espacio de las letras porque, según le ha dicho a AP Gay Talese, otro de los apóstoles del nuevo periodismo, «era inimitable».

Fue un innovador, dueño de una prosa definida como «tecnicolor». Como cuando se vestía como un dandi con sus icónicos trajes de tres piezas, en las páginas derrochó estilo, no falto de extravagancia. Su curiosidad nunca pareció saciarse. Creó expresiones que han entrado en el lenguaje diario. Y, como dijo su editor en Esquire, Byron Dobell, tuvo no solo «un don único para el lenguaje», también «un maravilloso oído para cómo la gente ve y siente».

10 HORAS Y UN FENÓMENO/ Estar, conocer, ver, observar, oír, escuchar, sumergirse, contar. Todo fue combustible para Wolfe, que nació el 2 de marzo de 1930 en Richmond (Virginia), se graduó cum laude y se doctoró en la Universidad de Yale. Dio sus primeros pasos periodísticos en un diario de Springfield (Massachussetts) y luego en The Washington Post, aunque alcanzó su apogeo tras llegar en 1962 a The New York Herald Tribune.

Fue precisamente una huelga periodística de 114 días en Nueva York la que empezó a dejar tiempo a Wolfe para preparar piezas para Esquire. Y cuando la revista le envió a California para cubrir una reunión de tuneadores de coches, nació el fenómeno. Con la revista a punto de ir a imprenta, no tenía el texto acabado. Dobell le dijo que le enviara las notas para que otros las editaran. Entre las ocho de la tarde y las 6.15 de la mañana, Wolfe escribió 49 páginas y, cuando las llevó a la revista, Dobell solo quitó el «Querido Byron» con que arrancaban. Aquel texto se publicó bajo el título There Goes (Varoom! Varoom!) That Kandy Kolored (Thphhhhhh!) Tangerine-Flake Streamline Baby. Fue el germen del primero de sus 13 libros de no ficción. Y abrió un caudal de éxitos al que siguieron tótems como Ponche de ácido lisérgico o Lo que hay que tener.

Estilísticamente, llenó sus cartucheras de onomatopeyas, elipsis, asunción de distintos puntos de vista, explosivos usos de la puntuación... Y disparó, dejando fuera de su diana temas candentes como la lucha por los derechos civiles, el feminismo y Vietnam, y volviendo en cambio su mirilla hacia los que le interesaban: la cultura popular y la contracultura, los esfuerzos por subir escalones de estatus en la sociedad, o los héroes y heroicidades a los que esa sociedad se entrega apasionadamente.

Una vez dijo que periodismo y no ficción habían «borrado la novela como principal acontecimiento de la literatura estadounidense», pero no dejó de explorar el formato que una vez llamó «el gran reto». Y cuando en 1987 publicó La hoguera de las vanidades, dejó en la novela, como en el periodismo, huella.

CRÍTICAS / No todo fueron alabanzas. De hecho, recibió muchas críticas. Algunas le llegaron de protagonistas de sus historias, como los Black Panthers a los que retrató igual de desfavorablemente que a los intelectuales de izquierdas neoyorquinos en La izquierda exquisita. Otras, desde el mundo del arte, que criticó. Y fueron sonados su enfrentamientos con Norman Mailer, John Updike y John Irving, a quienes respondió con el artículo Los tres chiflados.

Wolfe, que se casó a los 48 años con la diseñadora gráfica Sheila Berger y tuvo dos hijos, sufrió en 1996 un infarto que le obligó a someterse a un baipás quíntuple. Pasó después una depresión. Pero nunca dejó de trabajar, con su cuota de 10 páginas al día. Políticamente conservador, su última obra fue The kingdom of speech, una crítica a Charles Darwin y Noam Chomsky.