En el cementerio del pueblo mallorquín de Deià, a la sombra de los cipreses, rodeado de olivos y frente al mar, hay una sencilla tumba a ras de suelo en la que un albañil escribió con el dedo índice, sobre el cemento todavía húmedo, el nombre de Robert Graves. Y añadió: "Poeta (1895-1985). E. P. D." Allí descansa el poeta de La diosa blanca, el autor de Yo, Claudio, un escritor británico que quedó marcado por su participación en la primera guerra mundial y que en 1929 decidió instalarse en Deià, entre olivos y limoneros, entre la Serra de Tramuntana y el mar Mediterráneo.

Graves fue, en vida, toda una institución en Deià. La gente lo saludaba cuando lo veía pasear con su rostro hierático, tocado con un sombrero cordobés, o cuando asistía a las representaciones que se hacían en el pequeño teatro que improvisó entre bancales de olivos. A partir de Yo, Claudio, Graves fue una celebridad, y lo sigue siendo ahora que su casa, en las afueras de Deià, se ha convertido en un museo dedicado a su memoria.

Su hija Lucía recuerda que cuando en agosto de 1914 Robert Graves se alistó en el Ejército, "tenía 19 años y su mayor preocupación era lograr escribir buena poesía". La primera guerra mundial, sin embargo, le marcó de por vida. Como tantos otros jóvenes, se fue al frente cargado de ideales, pero no tardó en descubrir el horror de la guerra de trincheras, tal como cuenta en su autobiografía Adiós a todo esto, escrita a los 33 años.

"Todo es de lo más confuso", escribe sobre el frente del Somme. "Parapeto de una trinchera que ocupamos se ha hecho con cajas de municiones y cadáveres. Todo aquí está húmedo y apesta". Ante este panorama, no sorprende que sentencie: "El patriotismo en las trincheras era un sentimiento demasiado remoto. Se consideraba válido solo para la población civil y los prisioneros. Cualquier recién llegado que hablaba de patriotismo recibía pronto la orden de callar".

"Recibir una buena herida es lo único que piensa un soldado después de cierto tiempo", escribe Graves. A él le llegó la oportunidad cuando un trozo de metralla se le incrustó en la cadera. "Gracias a que debía de tener las piernas muy abiertas, pude escapar de la castración", precisa. Lo enviaron a casa, pero debido a la confusión que reinaba en el frente, le dieron por muerto; lo comunicaron incluso a su familia, aunque unos días después, por suerte, pudo afirmar en persona que las noticias sobre su muerte eran ciertamente exageradas.

De nuevo en Inglaterra, Graves hizo amistad en Oxford con un héroe: Lawrence de Arabia, que entonces estaba escribiendo Los siete pilares de la sabiduría. Pero no hablaban de guerra, sino de poesía. "Yo no le preguntaba sobre la rebelión --escribe Graves-- en parte porque a él parecía disgustarle el tema y en parte porque habíamos convenido no mencionar nunca la guerra; estábamos sufriendo ambos sus efectos y disfrutábamos de Oxford como un descanso demasiado bueno para creerlo".

En 1929 Graves encontró en Deià un paisaje maravilloso que le permitió hacer las paces con el mundo y olvidarse de la guerra. En 1932 se construyó allí una casa que bautizó con el nombre de Can Alluny, ya que los vecinos del pueblo decían que estaba muy lejos. Una nueva guerra, la civil, le obligó a marcharse en 1936, pero regresó 10 años después, en 1946, con una nueva esposa y con la intención de quedarse en Deià para siempre. En Can Alluny escribió Graves Yo, Claudio. La idea de la novela, de hecho, nació para poder pagar las deudas contraídas cuando compró los terrenos cercanos a la cala de Deià, donde construyó una carretera en 1933 para una urbanización que bautizó con el poético nombre de Lunaland. El proyecto fracasó, pero nos dejó Yo, Claudio, la versión televisiva de la cual dispararía definitivamente, en los años 70, la fama de Graves.

La pesadilla

Robert Graves fue feliz en Deià, pero según su hija, la pesadilla de la guerra volvió a visitarle en sus últimos años. "Durante la larga vejez de mi padre fui testigo de su pérdida gradual de memoria por las cosas inmediatas, al tiempo que vi cómo surgía una nube densa y negra del pasado que iba apoderándose de su voluntad", escribe Lucía Graves. "Todos aquellos indecibles horrores bélicos a los que había dicho adiós en su autobiografía, en un arrebato de ira e indignación y obedeciendo a una imperante necesidad de olvidar, regresaban ahora con la fuerza acumulada durante más de medio siglo para hostigar al pacífico poeta. En sus ojos azules pude ver las escenas más cruentas, delatadas por una expresión de desconsuelo, de miedo y de incomprensión juvenil: le veía atrapado en los pasillos de las odiosas trincheras como en una pesadilla, sin poder hallar la salida, obligado a presenciar de nuevo las imágenes de los compañeros muertos, de los enemigos muertos, y lo más terrible, lo más imperdonable para él: el espectáculo de los caballos muertos tendidos sobre el fango".

Murió el 7 de diciembre de 1985 en Deià, el pueblo donde quiso ser enterrado. Pocos años después se publicarían algunas de las poesías en las que déjaba explícito el horror de la guerra: "¿Qué fue, entonces, la guerra? No un mero desacuerdo entre banderas, / sino una infección del cielo común. (...) / La guerra fue la vuelta de la tierra a la horrible tierra, el fracaso de las sublimidades, la extinción de todo feliz arte y fe / por las cuales el mundo había resistido, la cabeza en alto, / profesando lógica o profesando amor, / hasta que el insoportable momento llegó, / el oculto grito, el deber de enloquecer".