Parece historia aquello de que la ciudad, Zaragoza, cerraba en agosto. Es cierto que muchas empresas disfrutan de vacaciones, y que la próxima semana, con la virgen de agosto en miércoles, se escaparán muchos ciudadanos. Pero no lo es menos que cada vez son más los establecimientos hosteleros que mantienen abiertas sus puertas.

Y no solo por necesidad. Esta misma semana, el martes o el miércoles, daba gusto tapear por la zona histórica. Había gente, sí, pero no tanta como para agobiar a los aficionados; resultaba sencillo encontrar hueco en las barras o sentarse en una mesa para degustar algunas tapas y raciones.

Pero, además, la sensación era de vacaciones. No tendremos muchos turistas por aquí, pero los que había se dejaban notar. Acentos ingleses y estadounidenses, además de franceses y mexicanos, se mezclaban con nuestra peculiar forma de hablar, creando un ambiente distendido, divertido y evocador.

La perplejidad de los foráneos enfrentados a unas madejas, una simple morcilla o unos rebozados, contrastaba con la tranquilidad que se acercaban a degustar sushis, baos y demás modas ajenas. Curiosamente lo exótico para nosotros, no lo es para ellos, habituados en general a una ‘colonización’ de otras cocinas, que llevan décadas instaladas en diferentes países. Una aparente contradicción que probablemente habrá que trabajar si, como se desea y trabaja para ello, queremos consolidar un turismo amante de la cocina.

Donde sí es necesario actuar ya es en los idiomas. La carencia de unas mínimas nociones de inglés y francés en nuestra hostelería, especialmente en los bares de tapeo, es penosa, además de peligrosa.

Especialmente para quien, como el firmante, tapea con amables personas bilingües, siempre dispuestas a explicar al forastero qué es eso de ‘morcilla’ frita, pues el socorrido recurso del traductor del móvil al black pudding o blood pudding suele resultar infructuoso. Fórmense, que son nuestros embajadores.