Hay quien dice que el sargento Pimienta debería disfrutar de un merecido retiro en el hogar para suboficiales de su graciosa majestad. Incluso afirman que cuelgan demasiadas medallas de su chaqueta. Pero es que la gente ya no cree en nada y quema a sus ídolos con rapidez y alegría.

Resulta fácil imaginar la sinopsis: en una sociedad distópica en la que la buena música es considerada un peligro, los elepés están prohibidos. La música ya solo se consume como pequeñas píldoras de felicidad. Yo tengo claro que me uniré a las personas-elepés, esos rebeldes que, para preservar la memoria de los discos que ese mundo feliz en el que vivimos quiere destruir, se aprenden de memoria un disco magistral. Yo, por supuesto, seré Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band.

Medio siglo después de su publicación seguimos preguntándonos si merece aún ser considerado como la obra maestra que cambió la música pop. Y es que Pepper’s, como un atleta de fondo, sigue corriendo sin desfallecer, dejando atrás, año tras año, a sus pretendidos competidores.

Pepper’s lo cambió todo: revolucionó el concepto de portada y la manera de grabar y arreglar las canciones e inventó, con permiso de Brian Wilson, el álbum-río a la manera de un Marcel Proust lisérgico en busca del tiempo perdido. Poner la aguja en los surcos del Sgt. Pepper’s es como mojar la madalena en una taza de té. Todavía tiene la virtud de devolvernos como por arte de magia a la época más creativa de la música pop, a su momento cumbre, a ese 1967 en el que se ponía el listón tan arriba que había que dar el máximo de uno mismo para subir a lo más alto del podio.

Como todas las obras maestras, su valor no reside solo en sus propias virtudes, sino que puede atribuirse el honor de haber provocado una avalancha de talento creativo de tal magnitud que ningún otro disco, ni por asomo, puede permitirse discutirle la jerarquía.

Si los Beatles son el grupo más influyente de la música popular, su obra cumbre, ese disco por el que abandonaron las giras para encerrarse durante meses en Abbey Road junto a George Martin y concentrarse en exprimir su talento al máximo, es la quintaesencia de su genio; un destilado que con el paso de los años no pierde su sabor sino que gana en bouquet.

Dicen algunos que la industria de la música mató a Bambi con Sgt. Pepper’s. Que nada volvió a ser igual. Que al pop le bajaron las bragas y perdió la inocencia. Y, sin embargo, cuando The Beatles sacaron como adelanto el single Strawberry fields forever / Penny lane, no lograron llegar al número uno. Es el riesgo que conlleva ser un adelantado a su tiempo. Es la gran contribución de este disco magistral: convertir una obra de vanguardia en superventas, porque, no podía ser de otra forma, al final acabarían vendiendo millones. Que aún hoy EMI nos ofrezca el mismo menú con diferentes postres es un pecado que no debería imputarse a los artistas.

Déjenme pues afirmar desde estas líneas que Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band debería ser asignatura obligatoria para cualquier aprendiz de artista, el mejor disco de la historia por su calidad. Pero no el mejor de The Beatles. Ese honor, para los que somos fans, se lo lleva el doble elepé que publicaron por separado entre 1965 y 1966: Rubber Soul / Revolver.