Pedro Almodóvar no ganó la Palma de Oro. Por sexta vez en su carrera, el director manchego se quedó en Cannes a las puertas de conseguir el premio cinematográfico más prestigioso del mundo. Y la sensación de extrañeza que ello causa es aún mayor si se tienen en cuenta las expectativas que Dolor y gloria había generado desde su presentación en el festival hace una semana. Se daba generalizadamente por hecho que este sí era el año de Almodóvar porque, pese a que su 21ª película de ningún modo es la mejor que tiene, sí debe entenderse como una suerte de recapitulación de su vida y de sus cuatro décadas de carrera. Es difícil que ninguna de las que haga a partir de ahora sea candidata tan ideal al premio como esta.

Antonio Banderas es parte importantísima de esa carrera, y un motivo esencial del éxito artístico que Dolor y gloria representa. Alejándose por completo de su zona de confort para encarnar a un cineasta neurótico que hace inventario de su vida mientras lidia con un surtido de dolencias físicas y psicológicas, el actor se apropia no solo del espíritu de Almodóvar sino también de su espléndido peinado. Su merecido premio al mejor actor es una victoria importantísima, la primera que obtiene en uno de los grandes festivales.

En todo caso, obviamente, el gran triunfador de la noche fue otro, y tiene nombre raro: Bong Joon-ho. La presencia en el palmarés de su nueva película, Parasite, se daba por hecha desde hacía días, pero probablemente nadie pudiera imaginar que acabaría en lo más alto del mismo. Se la veía como una película demasiado liviana; si se quiere, demasiado divertida, y no lo suficientemente grave para merecer un premio tan solemne. Lo cierto es que, se la mire como se la mire, es una obra extraordinaria, quizá la más ingeniosa, inquietante y descocada mezcla de géneros llevada a cabo jamás por uno de los directores actuales que mejor mezclan géneros: a lo largo de más de dos horas, sin que nos demos ni cuenta, Parasite nos lleva de paseo del slapstick al cine de atracos, y de ahí al de terror y al drama familiar, y en todo momento funciona como una honda disección del conflicto irresoluble entre ricos y pobres. Lo dicho, una maravilla.

Por lo que respecta tanto al segundo como al tercer puesto del palmarés, el jurado presidido por Alejandro González Iñárritu optó por la sangre nueva. El Gran Premio Especial del Jurado suele concederse a una película destacable por su riesgo y su ambición, y de esas cosas anda sobrada Atlantique: quiere ser a la vez drama romántico, intriga policial, denuncia social y hasta cine de fantasmas. La mera osadía de su directora, la debutante Mati Diop, ya basta para justificar el premio. También tiene lógica que el Premio del Jurado haya sido concedido ex aequo a Los miserables y Bacurau, porque las dos son películas estupendas solo a medias. Por un lado, la ópera prima de Ladj Ly deslumbra mientras transcurre dentro de los límites del más enérgico cine policial, pero flaquea al intentar dar lecciones morales; por otro, la tercera película del brasileño Kléber Mendonça Filho es a la vez un glorioso homenaje a John Carpenter y una metáfora algo tosca sobre el auge de los fascismos.

La selección de películas no ha andado precisamente sobrada de papeles femeninos suculentos; eso, ojo, no debería restarle importancia al premio logrado por Emily Beecham gracias a la conmovedora contención que exhibe Little Joe. En realidad, la única presencia discutible en el palmarés es el premio al Mejor Director otorgado a los hermanos Dardenne por El joven Ahmed, una de las películas más simplistas de su carrera. El galardón sirve para certificar hasta qué punto los hermanos belgas le tienen tomada la medida al festival. Casi siempre mojan y tienen dos Palmas de Oro. Tal vez deberían contarle su secreto a Almodóvar.