Está contenta. Siempre le ocurre cuando acaba de impartir una clase. Pero esa sensación se le olvida con el tiempo. Y vuelve a negarse cuando se lo ofrecen. El tira y afloja dura unos días, hasta que acaba cediendo. Una clase sobre su experiencia policial en un máster de criminología y violencia machista. Le gusta el contacto con los jóvenes. Su ímpetu, sus ilusiones. Ella siempre sale ganando con esos encuentros. Regala la rutina de la inspectora Anglarill y recibe la efervescencia de la sangre fresca. Entiende a los vampiros.

En la clase habría unas 40 mujeres. Según la estadística, 10 sufrirán una agresión machista grave a lo largo de su vida. Los datos siempre son diferentes cuando les pones un rostro. Laura, Eva, Miryam y Clara son los semblantes que no dejan de bailar en la cabeza de la inspectora. Cuatro vidas arrasadas por cuatro hombres que apuntalaron su hombría sobre los cuerpos de ellas.

La psicología también los considerará víctimas del sistema: la herencia de la discriminación. Pero ella solo les entrega su desprecio. Ni siquiera los considera dignos de tener un rostro propio. Para Anglarill, todos son Leviatán.

Se dirige cojeando hacia el coche. Esta noche tomará doble ración de calmante. Camina con cuidado, entre la ciática y la tormenta, cada paso es una aventura. Ya sabía ella que llovería. En los últimos días se le ha despertado con furia el dolor de espalda. Al fin consigue alcanzar la puerta. En noches como esta se promete cambiar esa reliquia con cuatro ruedas por un coche normal. Si al menos tuviera GPS. Es absurdo perderse entre la Universitat Autònoma de Barcelona y la ciudad, pero ella es capaz de eso y mucho más. Sobre todo, bajo un diluvio y el parabrisas empañado.

Escribe la dirección de su domicilio en el Maps de su móvil. Su relación con la aplicación de navegación es de amor-odio. Todo va bien hasta que entiende mal alguna de las indicaciones. Entonces intenta mirar la pantalla, pero a veces toca lo que no debe y empieza el desastre. Cuando la cosa se complica acaba insultando a la voz. Penélope, la llama. La ruta aparece en pantalla. Empiezan las indicaciones. «Dirígete dirección este». «¿Dónde coño está el este, Penélope?», inquiere Anglarill en voz alta. El viaje empieza mal.

Perdida

Ya está. Se ha perdido. Ni sabe cómo ha abandonado la vía principal. Solo que ha intentado regresar y se encuentra en un polígono industrial. Penélope parece haberse vuelto loca. O es ella que ni ve ni entiende nada ni soporta ese dolor de espalda que se ha encabritado.

Además, se está poniendo nerviosa. ¿Es posible? El lugar se parece demasiado. Si al menos la lluvia amainara un poco. Debería detenerse. Esperar y reanudar la marcha cuando ella y el cielo estén algo más serenos. Frena un poco. Pero la voz de Penélope se impone. «En 500 metros, gira a la derecha en dirección C-58». ¡La C-58! Esa es la dirección correcta. Son solo 500 metros. Vale la pena seguir.

¡Mierda! Es el mismo lugar. Ahora está segura. Recuerda el estúpido cartel de esa empresa de artes gráficas. También era de noche, pero entonces ella iba en un coche patrulla. Ya hace seis años de eso. Perseguía a Joan Levia, Leviatán. Un camión se le cruzó en el camino. Tuvo suerte. La lesión medular no fue definitiva. Un año de baja y una vida entera de dolores esporádicos. «Gira a la derecha», le ordena Penélope. Apenas ve la calle. Las manos le tiemblan. Tiene que salir de ahí. «¡Ahora! ¡Gira ya! ¡Gira!», Anglarill siente algo parecido al pánico. Tanto, que no comprende que esa no puede ser la voz de Penélope.

Leviatán, un Leviatán cualquiera, pierde el rostro de Anglarill en su pantalla. El móvil de la mujer debe de haber caído al suelo. La colisión ha sido apoteósica. Él ríe con una carcajada ostentosa, quiere hacerse oír. Por ahora no hay movimiento. Permanecerá conectado hasta que pase algo. Le gustaría presenciar el momento en que alguien la encuentre. Si está muerta, cobrará el doble. Aunque está pensando en cambiar las tarifas. Piensa que una buena tetraplejia, como la puta que saltó, debería estar mejor pagada. Avisa a los chicos, tienen que darse prisa en borrar cualquier rastro en la red. Otro éxito de Ella ha abandonado el grupo. Nunca pensó que el negocio fuera a triunfar de este modo. Se le acumulan los encargos. La red funciona. Entre ellos se ayudan. Como el tipo que ha colocado esta noche el tráiler en medio del paso. Él se conforma con que le den un buen susto a la tipa que lo denunció. Mientras el morado gana la calle, ellos han encontrado otros caminos.

Mañana, el primer capítulo del relato de Josep Maria Fonalleras.