La inspectora Anglarill entra en su despacho cojeando. Maldita ciática. El dolor de la espalda no le deja dormir. O quizá sean estos casos que se acumulan en su mesa los que le roban el sueño. Después de la conversación que acaba de mantener, augura una larguísima noche en vela. La mujer lucía un rostro pálido, ojeras profundas y una sonrisa determinada a imponerse. Debe de ser el instinto de la supervivencia, reflexiona Anglarill. Clara Prats, 48 años. Firme candidata a ganarse un lugar en su mesa de trabajo.

Solo la rapidez con la que acudieron los servicios de urgencia explica que Clara haya superado un nuevo infarto. Aún me quedan tres vidas, ha señalado la mujer, con el mismo arrojo con que ha denunciado el caso. No estoy loca, han sido sus tres primeras palabras. Y Anglarill ha sabido que sí, que este era un caso para ella. La narración ha continuado por un camino tan irreal -y funesto- como el caso de Laura y ese WhatsApp que le enviaba mensajes de la persona que tenía durmiendo a su lado o el de Eva, la joven bailarina que ha quedado postrada en una cama. El Shazam de Eva insistía en detectar en el silencio una canción que la traumatizaba. En el caso de Clara fue Wallapop, la página de compraventa de artículos entre particulares, la que desencadenó el miedo. Justo la noche en que se cumplían cinco años del asesinato de su mejor amiga, consultó un producto en la aplicación. Pronto, la página se pobló de artículos iguales a los que ella poseía. Al principio parecía una coincidencia graciosa. Después, empezó a ser terrorífica. El último producto que venció su corazón fue la exposición del espejo de su baño, con su propio rostro reflejado.

Siempre el miedo, murmulla Anglarill en la penumbra de su despacho. A su espalda maltrecha se ha sumado una migraña. Las tres mujeres tenían un hombre, un mal hombre pegado a su destino. La mujer de Wallapop fue la que denunció al asesino de su amiga. La madre de la bailarina se suicidó incapaz de soportar los maltratos reiterados. Y con Laura... estaba Leviatán. Una punzada en la espalda obliga a Anglarill a corregir la postura.

La cuarta carpeta sobre su mesa muestra en su primera página a una jovencita sonriente, feliz. HappyMiry, así se hacía llamar. Compartió su suicidio en Instagram. Lo dedicó a su mejor amiga. Esta está destrozada. No entiende nada. Es cierto que Miryam estaba pasando una mala época, hacía poco había roto con su novio. El chico llevaba mal la popularidad de la joven instagramer. La anulaba, machacaba su autoestima. Le aseguraba que nadie la quería, que todo su mundo era falso. Fue idea de la amiga celebrar una fiesta de cumpleaños exclusiva para instagramers. Iba a ser un éxito. Más de cien habían aceptado la invitación. Todo se organizó por la red social. Pero nadie acudió a la fiesta. Miryam se suicidó en soledad.

Más miedo, más tristeza, más impotencia... Los agentes han confirmado que ninguno de los invitados sabía nada de esa fiesta de cumpleaños. Ni ellos habían recibido ningún mensaje de invitación ni en el móvil de ella hay rastro de esas conversaciones. En realidad, la amiga tampoco las había visto, era Miryam quien se las leía. Otra que está como una chota, repite el superior de Anglarill. Pero no, la inspectora no puede aceptar esa locura repentina. Es evidente, alguien manipuló las redes sociales más utilizadas por las cuatro mujeres. Pero en el departamento de informática se muestran escépticos. No es imposible, no se atreven a decir que nada es imposible, pero estaríamos hablando de unos hackers muy potentes.

Anglarill revisa el expediente de los cuatro hombres que marcaron la vida de esas mujeres. Los cuatro rostros de Leviatán. Joan Levia ya cumplió el año y medio de prisión y los 238 días de trabajos comunitarios, y en tres meses vencerá la prohibición de comunicarse o aproximarse a Laura. Es entrenador personal y el negocio le va bien, parece que está limpio.

El padrastro de Eva ha montado un bar en Galicia. Casado, acaba de tener una niña. El asesino de la amiga de Clara sigue en prisión. Y el exnovio de HappyMiry trabaja en la empresa de su padre, el niñato acaba de estrenar un coche tan grande como su ego.

Los cuatro no tienen nada en común, más allá de un machismo sangrante. Tampoco ellas lo tienen entre sí, excepto ser víctimas, más o menos directas, de ese machismo. Una punzada en la espalda obliga a la inspectora a levantarse. Con las manos apoyadas en la mesa observa los cuatro nombres de mujer. También su móvil. Sabe que ella también podría tener una carpeta propia.

Mañana, el último capítulo: ‘Anglarill y el Maps’