Hace 14 años que Sira no viaja por esas tierras. Veintiocho desde que fue por primera vez a elaborar el informe. Le cuesta reconocer el paisaje. El cultivo del maíz, milpa para sus habitantes, es de las pocas cosas que permanece igual. También el nombre del pueblo. Y la iglesia. Todo parece más cuidado, más alegre. Como si sus habitantes se hubieran reconciliado con esa tierra herida. Recuerda los días en que fue a hacer inventario del horror. Uno de sus primeros informes para la ONU. Nunca creyó que los hombres pudieran encarnar la maldad absoluta. ¿Vivirá todavía Juana? Nunca olvidará su testimonio. En realidad, no era mucho mayor que ella misma, pero arrastraba el sufrimiento de varias vidas.

El taxi la deja en la plaza, frente a la iglesia. En su mano, una nota con las señas de la casa que la acogerá. Aún está tratando de ubicarse cuando una mujer se le acerca con paso decidido y se planta frente a ella. La sonrisa se transforma en una carcajada. Sira no puede creérselo. ¡Es la misma Juana! Solo que parece haber pactado con el diablo. Aunque no, al demonio le dio ella misma una patada cuando testificó contra Ríos Montt hace ya algunos años que parecen siglos.

El abrazo es largo. Si el del 2013, cuando el juicio, estaba cargado de dolor, esta vez desborda alegría. Vamos, no hay tiempo que perder. Juana supone que ha venido para ver el extraordinario desarrollo de la región en estos últimos años. Es esto, ¿verdad?

Primeros cambios

Mire, Sira, mire qué bonita está la iglesia. Nada más empezar la nueva Era echamos al pastor. No era bueno para la comunidad, ¿sabe? Daba falsas esperanzas a los hombres y no dejaba de organizar oraciones a todas horas. Aquí no había dios que trabajara. Así que le ofrecimos la opción de irse del pueblo o de ponerse a cocinar. Sí, a cocinar. Como él siempre insistía en que sus palabras eran el alimento del alma, pensamos que era mejor que nutriera nuestros cuerpos. Y lo colocamos en las cocinas comunitarias, a moler maíz y al calor de los hervores.

Porque ahora las cocinas son comunitarias, ¿sabe? Con el pastor enviamos a los hombres tirados, esos que se pasaban el día holgazaneando en los rincones agarrados a la botella llorando por su hombría perdida. El alcohol también lo retiramos. No, del pueblo no. Solo de algunas manos. ¿Quién lo decide? Pues nosotras, claro. Ah, ¿no le he dicho? Ahora mandamos las mujeres. Aunque en realidad, tampoco es eso exactamente. Lo que habría que decir es que ahora manda la comunidad, solo que la comunidad confía en nosotras para ostentar los principales cargos de la autoridad. ¡Yo soy la presidenta del valle! Las cosas han cambiado mucho aquí. Supongo que viene por eso, ¿verdad?

Cinco siglos

Llevábamos mucho tiempo yendo mal. ¡Cinco siglos! Primero fueron sus antepasados, con sus lanzas, sus curas, sus leyes y sus robos. Después la contrainsurgencia de Montt. Y más tarde volvieron otros, también a llevarse nuestra plata, nuestro plomo… Con ellos regresó la violencia. Niñas y mujeres asesinadas a machetazos. Y nos hartamos. Justo entonces llegó la Impotencia.

Ya le he dicho, empezamos con la cocina comunitaria. Convertimos la iglesia en almacén, pero después volvió a ser iglesia. Nos gustó El Templo P del Acogimiento. Los hombres están contentos, y nosotras también lo estamos. Se pusieron más tiernos, ¿sabe? Pero yo le contaba que antes todo iba mal. Los que venían de fuera nos decían que bajáramos a la ciudad, que allí había más oportunidades, que el trabajo nos daría la libertad. Pero no, claro que no, el trabajo nos quería esclavos. Nuestros cuerpos, solos, son muy poca cosa. Por eso creamos la Comunidad del Valle. No competimos entre nosotros, solo compartimos. Todas las diferencias se aceptan. No trabajamos por nuestra autonomía individual, sino para el bien de todos. Por eso ha venido, ¿verdad?

En la escuela enseñamos muchas cosas. Libros, letras y números, pero también a querer esta tierra. No se maltrata a lo que se quiere. Siempre que se quiera bien, claro. A eso también enseñamos. A cuidar lo que se quiere. Por eso está tan bonito el pueblo. Ya todos cuidan sus casas, pero también las calles. Porque nadie quiere que un niño, el suyo o el de otro, se pueda hacer daño con un hierro oxidado o una botella rota. Por eso ha venido, ¿verdad?

Un silencio largo se cuela entre las dos mujeres. Hasta que, al fin, Sira habla: «En realidad, Juana, he venido a investigar la desaparición de decenas de hombres trabajadores de la industria extractiva. No se sabe nada de ellos. Las familias andan desesperadas. Parecen haberse volatilizado y corren rumores terribles. Usted, como presidenta de la Comunidad del Valle, tiene que saber algo, ¿verdad?».

Mañana, último capítulo: Año 10.