Cuando ya había definido un cierto tipo de abstracción, Antonio Saura (Huesca, 1930-Cuenca, 1998) dejó de ser abstracto para referirse a la estructura del cuerpo humano, cuyo modelo encontró en la imagen primigenia de la diosa madre. Fue en París cuando, en torno a 1954, Saura inició las primeras pinturas realizadas a partir de la estructura del cuerpo femenino, que transitan en el dilema entre la metamorfosis o la aniquilación, origen del furor desestabilizador de sus imágenes pintadas. Eran obras que, como Saura manifestó, no se correspondían con la imagen deseada del cuerpo de la mujer sino con una imagen desechada, vinculada formalmente con las venus paleolíticas y neolíticas; asimismo, quiso dejar claro que el esquema básico a partir del cual desfiguró la imagen era ajeno a su experiencia personal con las mujeres. El todopoderoso deseo plástico era el único argumento. «El arte, al menos para mí, consiste precisamente en la plasmación de lo fenomenológico-intemporal mediante una técnica subjetiva que atañe por igual plasticidad y fantasma, es decir, en la aparición de una belleza monstruosa y fatal bien alejada de todo condicionamiento consustancial».

Ajeno a la tradición académica defensora de la existencia de un cuerpo humano perfecto, Saura transformó todas sus imágenes en monstruos, no solo las femeninas, si bien la fascinación que sintió por el cuerpo de la mujer las hace partícipes de la particular historia de la Venus violentada que tiene uno de sus momentos de esplendor a partir de mediados del siglo XIX, cuando la presencia de las mujeres en las ciudades se hizo más visible y los hombres comenzaron a cuestionar la verdadera naturaleza del sexo femenino. Sobre el tema remito al libro de Erika Bornay, La hijas de Litith.

La misoginia creciente halló en la femme fatale y la vampiresa los temas principales de la literatura y de la plástica, y los terrores que suscitaba la acabaron convirtiendo en bestia. Los artistas la veían como a la madre de Ubu de Jarry «tiene garras por todas partes, no sabemos por dónde cogerla». Munch escribió: «la mujer en su multiplicidad es un misterio para el hombre, la mujer es al mismo tiempo santa y prostituta, y una desgraciada persona abandonada». Manet le quitó el disfraz y la representó como complaciente objeto sexual; fue la primera obra maestra, dijo Bataille, ante la que la multitud perdió el control de sí misma. «No es verdadera, ni viva, ni bella, es informe, tiene algo de lúbrico, el cuerpo es sucio, ¡qué sé yo!», manifestó el crítico Aubert. Cézanne entendió que la Olimpia, al decir de Félix de Azúa, no era real en el sentido mimético, pero sí en un sentido más profundo, poseía esa realidad de la Idea que es la auténtica transformadora de acuerdo entre sujetos. Zola resumió su parecer: «Para Manet, una pintura es tan solo una excusa para el análisis. Necesitaba un desnudo y eligió a Olimpia, que fue la primera que pasó por allí. Quería cosas brillantes como manchas luminosas, y el ramo de flores era el adecuado; quería manchas negras y añadió a la criada y al gato ¿Qué representa todo esto? No lo sabía él, ni yo tampoco. Pero lo que sé es que logró una obra admirable, una gran pintura, y tradujo con vigor, en el lenguaje esencial de la pintura, las verdades de la luz y de la sombra, la realidad de las personas y las cosas».

Cézanne comprendió que a Manet no le interesaba el contenido de su pintura; a partir de entonces la pintura ya no hablaría más que de sí misma. Y es que, seguimos con Azúa, es la pintura misma la que usurpa el protagonismo del cuerpo. La Olimpia, afirma, no es una mujer: es una teoría de la pintura. La mirada fija de Olimpia la había pintado ya Goya en su maja desnuda, cuyo cuerpo era independiente de todo contexto posible. La maja desafía con su mirada al espectador privado y su cuerpo impone sumisión.

Qué decir de Picasso, cuando en 1965, a propósito del cuadro que estaba pintando Mujer desnuda sentada, declaró: «Quiero decir desnudo. No quiero decir un desnudo como un desnudo. Quiero solamente decir pecho, decir pie, decir mano, vientre (...). Es necesario que el que mira tenga a mano todo lo que necesita para hacer un desnudo (...). Él pondrá cada cosa en su sitio, con sus propios ojos. Cada uno hará el desnudo que quiera, con el desnudo que yo habré hecho para él». Picasso invita al espectador pero le mantiene a distancia. Gertrude Stein dijo que los españoles son abstractos y crueles. Saura fue radical con Picasso: «Tú deformas la realidad, yo llego a conocerla a través de la deformación».

Y las mujeres, máquinas de sufrir las definió Picasso, son diosas poderosas en la pintura de Saura, por ser el resultado de un deseo estrictamente plástico que exalta la pincelada, la mancha, el gesto, el golpe y el vertido incontenible en su inmediatez de brochazos y garabatos. En el marasmo gestual, la figura regresa cuando el artista decide disciplinar a la pintura, preservando en el espacio del cuadro el esquema de la forma genesíaca envuelta en los latigazos del deseo que desde ese momento derivará en la afirmación de la imagen nacida de la abstracción.