De la isla calavera, en la que viven criaturas monstruosas de tiempos remotos, se nos dice que es el lugar donde se encuentran la ciencia y el mito. También se comenta que allí Dios no completó la creación. Sea como sea, es un escenario tan bello como horrendo en el que los miembros de una expedición científico-militar van a encontrarse con arañas gigantes (la mejor secuencia de la película), pulpos enormes y el poderoso simio ideado por Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack en su filme de 1933.

Kong: La isla calavera no es una nueva versión ni una continuación del original. La acción tiene lugar en dos momentos clave del siglo XX: el prólogo está ubicado al final de la segunda guerra mundial y el resto del relato se desarrolla en el año 1973, cuando Estados Unidos se retira de Vietnam.

«No hemos perdido la guerra. Nos hemos ido», anuncia, exultante, el coronel encarnado por Samuel L. Jackson, un militar obsesivo.

Esta nueva inmersión en los dominios del rey Kong, excelente en lo tecnológico y más plúmbea en las tipologías, mezcla elementos de King Kong, Parque Jurásico y el filme de Coppola sobre la guerra de Vietnam (la iconografía de los helicópteros, el río que debe remontarse y el personaje de John C. Reilly). Este personaje se llama Marlow, idéntico nombre al del hombre que también remontaba el río en El corazón de las tinieblas, la novela de Joseph Conrad cuya estructura tomó prestada Coppola para su película. Un Kong homérico con referencias muy cultas.

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Kong: La isla calavera

Jordan

Vogt-Roberts