Almodóvar ha manejado a la lo largo de su obra elementos de autoficción con bastante temple. En Dolor y gloria, el trazo autobiográfico es absoluto desde la misma composición del reparto. ¿O acaso no es una declaración de principios que Antonio Banderas, uno de sus actores más determinantes, encarne en el filme a un cineasta que es un reflejo en varios aspectos del propio Almodóvar? ¿O que Penélope Cruz, una de sus actrices más preciadas, y Julieta Serrano, presencia callada pero generosa a lo largo de toda la obra del autor de Laberinto de pasiones, den vida a la madre del cineasta en la edad joven y a las puertas de la muerte?

Banderas interpreta a un director que lleva años retirado del cine aunque sigue creando. Su cabeza continúa siendo un laboratorio de ideas desperdigadas en notas y en documentos en el ordenador. Pero su cuerpo no le acompaña. Siendo aún relativamente joven, su organismo no ha resistido bien los embates del tiempo. Dolores en la columna vertebral, migrañas, respiración fatigosa, andar lento. Dolor y gloria, aunque esta pertenece el tiempo pretérito.

Salvador, el personaje en cuestión, dirigió en 1986 su última película, Sabor, que ahora ha restaurado la filmoteca y quieren volver a proyectar. A partir de esta idea, y a pesar de lo que le cuesta, Salvador se reactiva a sí mismo y recompone partes de su pasado tan alteradas como su organismo. Por ejemplo, la amistad con el actor de aquella película. Una mirada nueva sobre el pasado, porque los ojos cambian pero no los filmes. También hay adicciones, como la heroína fumada. Y un trasvase permanente entre el hoy y el ayer con atisbos de un mañana que se antoja algo mejor.

Hay momentos de una emoción controlada, pero no por ello menos intensa, tanto en el tiempo presente como en ese pasado que no llega en forma de recuerdo, sino como un mecanismo narrativo perfecto para que entendamos en toda su dimensión al protagonista. Almodóvar fija con enorme delicadeza todo lo que atañe a la infancia de Salvador y la relación con su madre. El plano del niño mirando a su madre cómo lava la ropa en el río con otras lavanderas es tan maravilloso como maravillada es la mirada del pequeño. Y viene precedido de otra imagen acuosa, de útero y refugio, en la que el Salvador maduro está sentado en el fondo de una piscina. Nadie como el Almodóvar actual para filmar con tanta sensibilidad los primeros brotes de deseo y el reencuentro con un amor perdido.

El director de Volver se expone a sí mismo, a través de la autoficción, con una franqueza que es parte indisociable de los últimos años de su obra. La belleza de planos como el de él mismo contemplando/recreando su pasado -la noche en una estación de tren con su madre- nos evocan a Ingmar Bergman cuando en Fresas salvajes filmó de similar manera el recuerdo de sus padres.