Quiso la casualidad que por una vez, y sin que sirva de precedente, el arriba firmante escuchase hablar a Bob Dylan sobre un escenario. Para abroncar al público, sí, pero habló. Ocurrió la tarde del pasado 16 de abril, en el Konzerthaus de Viena, en el primero de los dos conciertos que el viejo cascarrabias dio en la ciudad. No llevo la cuenta de cuántas actuaciones he visto de Dylan, pero sí recuerdo que no dijo ni mu en ninguna de ellas. En Viena. el acontecimiento ocurrió al final de la actuación. Estaba Bob atacando los primeros compases de Blowin’ in the Wind, y cansado de ser asaeteado por las cámaras de los móviles abandonó el piano, ofreció un bailecito burlón, tropezó en un monitor, dio un traspiés, se acercó al micrófono y soltó: «¿Tomamos fotos o no tomamos fotos? Podemos posar o tocar, la decisión es vuestra». Dicho lo cual volvió al piano, interpretó It Takes a Lot to Laugh, It Takes a Train to Cry, y se largó.

Sabemos la alergia que Dylan tiene a las cámaras y somos conscientes de la imposibilidad de controlar más de un millar de móviles, pero lo de las fotos en los conciertos empieza a ser cansino. En fin, que más allá de la anécdota, vimos a un Dylan en plena forma, pletórico, dando nuevo brillo a las canciones; brutal. El inicio, con Things Have Changed, fue una descarga en la nuca, y la interpretación de piezas como Highway 61 Revisited, Like a Rolling Stone y Don’t Think Twice, It’s All Right, por tomar solo tres ejemplos, dieron buena cuenta de la constante reinvención del genio.

«¡Oh, Vienna!», cantaban los muy añorados Ultravox. Si tienen previsto visitar la ciudad no se pierdan las exposiciones Wien 1900. Aufbruch in Die Moderne (sin fecha de cierre) y Oskar Kokoschka. Expressionist, Migrant, Europäer (hasta el 8 de julio), ambas en el singular Leopold Museum, poseedor de una extraordinara colección de los comienzos del modernismo austriaco, que muestra en exposiciones temáticas, Viena 1900 es un espléndido recorrido por la efervescencia cultural que revolucionó la capital austriaca en la transición del siglo XIX al XX, en un ambiente complejo de nobles, intelectuales liberales, antisemitsimo y sionismo, conservadurismo y emergencia del modernismo. Un paseo por la pintura, el teatro, la arquitectura, las artes decorativas, la filosofía, la ciencia, la medicina... Imposible recoger tanta información en tan poco espacio. Pero quédense con la música (y la pintura, ojo) de Arnold Schönberg y con las obras del muy personal Gustav Klimt, del prolífico, perturbador y prematuramente desaparecido Egon Schiele, con la exploración de Oskar Kokoschka, chief wildling de la escena artítica vienesa...

La antológica de este último es fascinante. Todas sus facetas como creador están recogidas en la exposición (pintor, diseñador gráfico, dibujante, viajero y exiliado, agitador, poeta, dramaturgo...) Su evolución como pintor se presenta sin escatimar obra: con el retrato como presencia constante, observamos sus cambios en el tratamiento del color, en la pincelada. Radical e innovador, Kokoschka es un representante genuino de lo que, en su malvada ignorancia, el Nacional Socialismo llamó «arte degenerado».

Henryk Górecki no era autriaco sino polaco y compuso una de las obras musicales más representativas del siglo XX: la pieza en tres movimientos Synphony Of Sorrowful Songs, una contemplación de guerra a través del duelo. Pues bien, Beth Gibbons (Portishead) ha grabado, con la Polish National Radio Symphony Orchestra, dirigida por Krzysztof Penderecki, esa sinfonía en directo, en The National Opera Grand Theatre, en Varsovia, que ahora edita Domino / Music As Usual. Si la obra en sí es una maravilla, Gibbons (que canta en polaco) acrecienta la atmósfera con su voz hermosa, desplegada en todo su esplendor con emoción y sentimiento. Como diría Truman Capote, «plegarias atendidas». Háganse con el disco.

Y otra recomendación sin titubeos: My Finest Work Yet, de ese inclasificable músico llamado Andrew Bird. Cantante, violinista y silbador, Bird es pájaro que escapa de cualquier jaula. Ecos de los años 60 y trazos de folk y soul pueblan las gozosas canciones de este álbum; piezas singulares con títulos como Olympians (con aires de Dylan), Don The Struggle y Bellevue Bridge Club. Todo presentado con una portada que recrea el cuadro La muerte de Marat (1793), de Jacques-Louis David.