Al director Adam McKay le debemos muchas cosas, entre ellas, haber construido junto a Will Ferrell uno de los personajes más memorables de la nueva comedia americana, el de El reportero: La leyenda de Ron Burgundy, pero, además, haber sido capaz de renovar el género de la sátira política dotándolo de una nueva dimensión contemporánea, apostando por ángulos nada cómodos y a través de personajes reprobables para reflexionar sobre la hipocresía y la podredumbre moral en la que estamos instalados.

Primero se atrevió en La gran apuesta (2015) a escarbar en los inicios de la crisis económica desde la perspectiva de unos economistas outsiders que se dieron cuenta de que la burbuja inmobiliaria estaba a punto de explotar y decidieron sacar tajada de la hecatombe. Ahora, en El vicio del poder, en un más difícil todavía, se atreve a contar la historia de su país a lo largo de 30 años (desde el escándalo Watergate hasta los atentados del 11-S) desde el punto de vista de una de las figuras más turbias y controvertidas de la política norteamericana, Dick Cheney, vicepresidente del Gobierno durante el mandato de George W. Bush y, según dicen, uno de los líderes del gabinete en la sombra, capaz de manejar los hilos de la Casa Blanca según sus intereses económicos y los acuerdos firmados con las compañías petrolíferas de Oriente Medio. El director pone las cartas sobre la mesa desde el inicio de la película y no se corta un pelo: aquí hemos venido a contar la historia de un auténtico bastardo. Así lo dice de manera explícita en una nota introductora, pero también lo dejó claro bien claro Christian Bale la pasada semana al recoger el Globo de Oro al mejor actor agradeciéndole a Satanás el haberle servido de inspiración para este papel.

No cabe la menor duda de que ambos se tiran a la piscina y quizá por eso algunos han acusado a la película de ser partidista, tendenciosa y reduccionista. Mientras, otros admiran su capacidad de riesgo a la hora de introducirse de lleno en la trastienda del poder, en sus bajos fondos éticos para trazar un paralelismo entre el pasado y el presente que nos lleva desde Nixon hasta Trump.

¿Y cómo lo hace? Utilizando el mismo mecanismo que desplegó en La gran apuesta, a través de un exuberante colaje repleto de texturas que mezcla multitud de capas y discursos explicativos (como el que hace referencia a la pesca con anzuelo para referirse a la manera en la que Cheney alcanzó la vicepresidencia manipulando a Bush hijo), voces en off y otras virguerías visuales lanzadas a ritmo de ametralladora que dispara mil ideas por segundo. Vertiginoso, agotador, pero también excitante por la energía transgresora que trasmite.

En realidad, El vicio del poder es mucho más que un simple biopic de Dick Cheney. Y por supuesto mucho más que otra película con actores caracterizados detrás de capas de látex y maquillaje. Es cine de denuncia de primer nivel que disecciona la hipocresía de la clase política y los juegos de poder utilizando un estilo que bascula entre la caricatura y el puntillismo, entre el histrionismo y la sutileza, entre Shakespeare y Burgundy. Hay quien la ha definido como un cruce entre Todos los hombres del presidente y Wayne’s world, y seguramente no anda desencaminado.

No nos engañemos, McKay se muestra ambicioso a la hora de componer este gran fresco histórico, pero al mismo tiempo es capaz de reírse de sí mismo (algo de lo que sería incapaz de hacer otro ilustre del biopic político como es Oliver Stone). Quizá por eso no le importa mezclar el trazo grueso con la fina ironía, la locura y el rigor. Al fin y al cabo, es lo que siempre hizo desde el principio de su carrera, en los tiempos de Saturday Night Live cuando estaba al frente del equipo de guionistas.

PELÍCULA-DINAMITA / Para McKay la comedia es un asunto serio, pero no por ello tiene que perder su capacidad lúdica, sino todo lo contrario, necesita recuperarla para convertirse así en un arma más efectiva. En ese sentido, El vicio del poder es una película-dinamita: nos muestra a Cheney en su intimidad, desde que era casi un White-trash sin futuro hasta su consagración al frente de las filas republicanas y lo acusa directamente de ser el responsable junto a Donald Rumsfeld de comenzar la guerra de Irak, así como de implantar las torturas a los prisioneros acusados de terrorismo ayudando a fomentar la espiral de odio y violencia que ha durado hasta nuestros días.

Dijo también Bale en los Globos de Oro que McKay lo eligió para interpretar a Cheney porque necesitaba a una persona que no tuviera demasiado carisma. El actor consigue abordar un personaje muy complejo y hacer verdaderos malabarismos entre el exceso y la contención, entre el gesto grande y el pequeño y el resultado es incontestable. También está pletórica Amy Adams, que encarna a Lynne Cheney, una esposa capaz de repudiar a su propia hija por su orientación sexual si con ello consigue que su marido se mantenga en el poder, y junto a la pareja maquiavélica, continúa el quién es quién: Steve Carell tan camaleónico como siempre, en la piel del Secretario de Defensa Donald Rumsfeld. y Sam Rockwell, que consigue que su George W. Bush resulte tan necio como McKay quiere.