Se aprecia un leve crecimiento del consumo de vino en España, que podríamos estimar en un litro más, hasta llegar a los 28,18 litros por español y año, siguiendo los números de Salvador Manjón −probablemente los más ajustados de los publicados−, en la Semana Vitivinícola. Obviamente, descontando menores e incluyendo a los turistas, que no son pocos. Ello nos da 37 botellas, que no llega ni a una por fin de semana, muy por debajo del consumo de otros países no productores, como puedan Dinamarca o Eslovenia, que duplican el nuestro. Basta darse una vuelta por los bares de tapas, donde el vino debería ser una religión, para comprobar que la hostelería apenas se preocupa por qué y cómo lo sirve. Vinos baratos, amortizados casi con el primer servicio; copas vulgares, temperaturas inadecuadas, botellas abiertas a saber cuándo; falta de cualificación de los camareros, etc. Situación también habitual en los restaurantes, que suelen considerar el vino como una importante fuente de ingresos, antes que un servicio.

No cree uno que este sea el único problema para el bajo consumo, especialmente entre los jóvenes, pero funciona como elemento disuasorio para muchos aficionados.

Obviamente, tenemos en Aragón templos donde sí se cuida el vino, buscan otras referencias, sugieren al cliente, cuidan temperatura y vajilla, etc. Pero son todavía escasos.

Así que no nos queda otra que ponernos protestones: rechazar las copas heladas para el blanco, sugerir nuestras marcas favoritas, no asumir botellas sospechosas, devolver los vinos mal servidos… O, simplemente, no volver.