Cuando el día de Navidad de 1985 los responsables del Museo Nacional de Antropología de Ciudad de México descubrieron que la noche anterior habían sido víctimas de un robo -140 reliquias prehispánicas de valor incalculable-, dieron por hecho que los culpables eran un grupo organizado de traficantes internacionales de arte. Una deducción lógica pero del todo errónea: el golpe, se descubrió después, corrió a cargo de dos estudiantes de veterinaria. El ideólogo del golpe, Juan, provenía de una familia acomodada, así que no lo hizo por dinero. Sus motivos siguen siendo una incógnita, y esa incógnita le sirvió ayer a la Berlinale para ofrecer algo que durante demasiados días se ha empeñado en negarnos: un motivo para tener esperanza en que quizá no todo esté perdido, ni para el propio certamen ni para el cine en general.

Museo es la segunda película del mexicano Alonso Ruizpalacios, que se dio a conocer en el 2014 con la estupenda road movie Güeros. Ambos títulos, reconoció ayer el mexicano, hablan de cosas parecidas, «asuntos como la juventud perdida y cómo el sentido de identidad nacional entra en conflicto con la formación de la identidad personal». La nueva película, pues, es menos cine de atracos que la crónica de un viaje interior -el del tal Juan, espléndidamente encarnado por Gael García Bernal- que parece ser a partes iguales una búsqueda y una huida. «Me interesó mucho descubrir que el padre de Juan era médico, porque mi padre también lo es», recordó Ruizpalacios. «Entiendo perfectamente hasta qué punto, cuando eres joven, tener ese referente puede hacerte sentir que nunca vas a estar a la altura».

Para ser lo que hay al final del viaje no hay más que tirar de Google, y por tanto es una suerte que Ruizpalacios se centre en llenarnos el camino de pequeños placeres: la energía visual con la que rueda el atraco, el humor del que dota las aspiraciones criminales de sus héroes, la cautela emocional con la que observa cuanto su periplo tiene de trágico. En todo momento, además, Museo derrocha una frescura y un aire aventurero vehiculados tanto a través de métodos narrativos propios de la fantasía y la leyenda como de sucesivos homenajes al cine mexicano de serie B.

Pero la alegría duró poco, porque también se vio Touch me not, de la rumana Adina Pintilie, que no es otra cosa que un inventario de terapias sexuales.