Dean Zanuck, productor de cine y nieto del fundador de la 20th Century Fox, le preguntó un día al abogado de Bill Murray cómo podía ponerse en contacto con el actor. La respuesta lo dejó perplejo. «Es imposible». El abogado no mentía. Desde que Murray decidió cambiar las reglas del juego y deshacerse de sus agentes, representantes y publicistas (eso sucedió en la época en que se estrenó Lost in translation, en el 2003), no existe una vía directa para acceder a él. «La cosa es que cuando tienes un agente, el teléfono no para de sonar, porque su trabajo consiste en localizarte a toda costa, así que él marca el número y deja que suene 75 veces», explicó. Era un peaje que no estaba dispuesto a pagar. De modo que ideó un método para que los cineastas que así lo quisieran pudieran exponerle sus proyectos: debían llamar a un número gratuito, dejar un mensaje y cruzar los dedos. Si había suerte, el actor o su abogado devolverían la llamada (aunque podrían pasar meses) y tal vez hasta les invitarían a enviar una copia del guion... a un apartado de correos.

UN TIPO MUY SOCIABLE

¿Significa eso que el protagonista de Atrapado en el tiempo se ha convertido en una de esas estrellas paranoicas que desean minimizar el contacto con otros humanos y vivir apartadas del mundo? No. En realidad es más bien al contrario. Murray es un tipo muy sociable. A veces, demasiado sociable. Son tantas sus ganas de socializar que han generado una enorme cantidad de anécdotas y leyendas, y todas tienen en común la irrupción por sorpresa del actor y algún tipo de sorprendente interacción con desconocidos (desde robar un puñado de palomitas a su vecino de asiento en el cine hasta presentarse en una fiesta a la que nadie le ha invitado y quedarse a fregar los platos).

De todo ello habla el periodista neoyorquino Gavin Edwards en Cómo ser Bill Murray (Blackie Books), un libro sobre la filosofía vital del actor que aspira a ser leído como un manual de autoayuda (pero uno divertido).

Edwards no se limita a exponer las numerosas historias de apariciones tronchantes y comportamientos imprevisibles que ha protagonizado Murray, sino que quiere además que las entendamos como provechosas lecciones de vida.

En El secreto de vivir/ Edwards sostiene que cuando Bill Murray se pasea por las calles de Estocolmo a las tres de la madrugada en un carrito de golf, monta una conga improvisada con todos los clientes de un restaurante o retoza con una anciana en un búnker durante un partido de golf (sí, ha hecho todas esas cosas) «nos está enseñando en secreto cómo vivir». Nos está enseñando a ser más espontáneos, más divertidos, más libres.

William James Murray nació en un barrio de las afueras de Chicago el 21 de septiembre de 1950. Era el quinto de nueve hermanos, así que desde muy pequeño tuvo que ingeniárselas para llamar la atención. La muerte del padre, en 1967, dejó a la familia en una situación económica delicada y entonces Bill empezó a trabajar en una pizzería, ocupación que pronto cambió por las clases de introducción a la Medicina en la universidad (a las que asistía en pijama y con un blazer) y por el más lucrativo negocio de la venta de marihuana jamaicana.

Tras un par de detenciones, empezó a considerar la idea de dedicarse a la interpretación y se enroló en la compañía cómica del teatro Second City de Chicago, donde coincidió con John Belushi, Dan Aykroyd, Harold Ramis y Gilda Radner. Como todos ellos, fue reclutado por el programa Saturday Night Live de la NBC y de ahí dio el salto a Hollywood.

CAZAFANTASMAS EN LA SORBONA

Ya en sus primeras apariciones, en filmes como Los incorregibles albóndigas y El pelotón chiflado, Bill Murray dejó claro cuál era el papel que iba a desempeñar en la industria del cine: el del «actor que llega tarde, pasa del guion y resulta que improvisa la mejor escena de la película». Desde entonces no ha dejado nunca de funcionar de acuerdo a sus propias normas. Un ejemplo: cuando el éxito de Cazafantasmas lo catapultó al estrellato y empezaron a lloverle suculentas ofertas de trabajo, se instaló en París con su familia y se matriculó en la Sorbona para estudiar Literatura Francesa y Filosofía.

De las muchas historias que refiere Edwards en su libro hay una que ilustra a la perfección cómo Murray ha utilizado su estatus de celebridad para contribuir a causas justas y, al mismo tiempo, crear situaciones únicas. Aficionado a la poesía desde joven, el actor participa de forma regular en las actividades de la Poets House, una biblioteca independiente de Manhattan a la que también ayuda económicamente.

Cuando la Poets House preparaba un cambio de sede para instalarse en un nuevo local en Battery Park, Bill Murray se presentó un día con un casco blanco en el edificio en construcción y empezó a leer poemas a los obreros que allí trabajaban. Las primeras lecturas fueron recibidas con silencio y miradas de estupor, así que cuando al fin logró arrancar unos aplausos con unos versos de Emily Dickinson, el actor dijo: «Tíos, estaba esperando ese aplauso. ¿De qué vais? ¿Creéis que me pagan por hacer esto?» Y sonrió feliz.