Seguro que ha oído usted hablar alguna vez de Ha nacido una estrella. El relato de una joven de gran talento artístico que asciende en el mundo del espectáculo mientras su padrino y amante afronta el declive, fue llevado por primera vez a la pantalla en 1937. Luego, George Cukor contó con la actriz Judy Garland para volver a hacerlo en 1954, y en 1976 Barbra Streisand y Kris Kristofferson formaron pareja en una tercera adaptación. Harían falta buenas razones para justificar otra versión cinematográfica más de la historia, y las que la primera película como director de Bradley Cooper ofreció ayer en la Mostra no son ni suficientes ni suficientemente convincentes.

La nueva película, que además supone el primer trabajo actoral de peso de Lady Gaga, transcurre en el mundo de la música igual que su más inmediata predecesora -las dos versiones anteriores lo hacían en Hollywood-. Cuenta la historia de un rockero famoso, Jack (Bradley Cooper), que un día descubre a una cantante de asombrosa voz, Ally (Lady Gaga), en un bar de drag queens y decide no solo impulsar su carrera sino casarse con ella. Y mientras contempla el triunfo fulgurante de su esposa y su rendición frente a las demandas de la industria -tampoco es que él sea un ejemplo de identidad artística: su estilo musical es un bluesete de radiofórmula al estilo de Kings of Leon-, él se sumerge cada vez más en las profundidades del alcohol.

De entrada podrá parecer chocante que Ally pase de no ser nadie a ganar premios Grammy en un fin de semana, pero conviene recordar que así más o menos sucedió el éxito de Lady Gaga. Y durante un rato resulta gracioso contemplarla fingiendo estupefacción frente a un éxito al que en la vida real está más que acostumbrada. Sin embargo, ni eso ni un par de actuaciones musicales vistosas y algún momento involuntariamente delirante sirven para compensar una narración que, demasiado a menudo, obliga a sus personajes a comportarse de modo inexplicable; y que, aun así, resulta predecible. Es lo que tiene contar la misma historia tantas veces.

Más inexplicable resulta el hecho de que los dos personajes parezcan estar dándose codazos en lucha por el ocupar el centro de la narración. A menudo Cooper relega al personaje titular a la condición de mera secundaria para otorgarse a sí mismo los mejores planos. Alguien debió haberle recordado a tiempo que su película se llama Ha nacido una estrella y no El ocaso de un borracho.

LOS COEN EN EL OESTE

Las dos aspirantes al León de Oro presentadas ayer llegaron firmadas por autores consagrados y asociados al festival de Cannes. Por un lado, los hermanos Coen estrenaron La Balada de Buster Scruggs, un wéstern compuesto por seis relatos independientes que varían sustancialmente entre sí en términos de duración, género, tono y -como suele suceder en este tipo de compendios- calidad.

Su primer episodio, un musical sobre un cowboy campechano y con cara de pelele pero muy sanguinario, es hilarante; el tercero, sobre un filósofo tullido que actúa como atracción ambulante, es una premisa algo desaprovechada; el quinto, sobre una joven que cruza el desierto en una caravana de carromatos en busca de marido, es una belleza. En general, sin embargo, las historias acusan la necesidad de encajar en una duración limitada. Los Coen concibieron La Balada a modo de teleserie antes de reconvertirla en largometraje. Quizá no fue una buena idea.

Por lo que respecta a la nueva película de Olivier Assayas, Non-Fiction, esencialmente es una sucesión de secuencias en las que los personajes hablan a toda prisa y sin parar sobre todo del mundo editorial -el futuro de la literatura, la dicotomía entre e-book y libro impreso, el rol de los críticos- pero también de la utilidad de los políticos, de lo mucho que se desgastan las relaciones afectivas con el tiempo, de sexo y, en general, de casi todo. Sobre el papel quizá pueda parecer soporífero; visto en pantalla resulta apasionante.