Brando, el dios pagano de Hollywood expiró el 1 de julio del 2004 a los ochenta años, casi ciego por la diabetes y postrado en una silla de ruedas a causa de su obesidad, como si fuera un viejo edificio que valiera la pena demoler. Hacía mucho tiempo que había cambiado en sus ojos la mirada de naturaleza carismática y sentimental, capaz de traspasarlo todo, acariciando determinadas notas emocionales como nadie, sabía hacerlo por la de un rey desnortado, herido e injusto, que abdicó harto de su deber y extenuado de sí mismo.

Ya en 1952, detuvo el mundo sin pretenderlo con una paradigmática interpretación, encarnando al inolvidable Stanley Kowalski en Un tranvía llamado Deseo. Tan sólo dos años después, La ley del silencio le dotó del primer Oscar. Para entonces, el propio Kazan, director de ambas películas, lo despreciaba profundamente, aunque por otro lado era plenamente consciente de que Marlon resultaba ser una liturgia en sí mismo y un aventajado destilador de alma ante de la cámara. Para cualquier productora, tener a Brando era como tener el mejor caviar, servido en un sucio comedero de perro. Que estuviera en su próxima película se había dibujado hace tiempo en un ejercicio de vértigo. No aceptaba órdenes, se peleaba con sus directores y no memorizaba los guiones. Pero lo cierto es que, el resultado de aquellas actuaciones desempaquetaba de forma terriblemente coreográfica y natural, las emociones más intensas, conducidas por un método que casi podía ser una alegoría de los cinco dedos de Stravinsky.

EL RESURGIR

Después, llegó el ostracismo y acabó mudándose al fracaso y al olvido, sustituyendo la técnica por la desesperación. Se dedicó a filmar películas pagadoras de facturas, cuyas interpretaciones vacías y sin fondo, solamente compartían apellido con sus parientes lejanas y ya no brillaban. El mundo asistía a los estertores de la prometedora carrera de Marlon.

Su resurgir en 1972 se lo da Coppola en El padrino, no sin que la petición de que Brando figurara en el cartel supusiera algo más que un gran dolor de cabeza para los magnates de la Paramount. Construyendo a base de capas el personaje de Vito Corleone, con su caligrafía de genio, terminó regalando a la pantalla una especie de paisaje infinito, casi inabordable convirtiéndolo en una de las grandes fortalezas de la película.

La Academia le otorgó entonces su segundo Oscar y él respondió negándose a ir a recogerlo, enviando en su lugar a una muchacha, que leyó un manifiesto denunciando la situación de los indios americanos dándole así la última bofetada de su carrera a Hollywood.

Ese mismo año rodó El último tango en París, de Bertolucci, donde según aseguraba el director, Brando desplegaba un catálogo de sus demonios internos, significando un proyecto casi catártico para él.

Tras años de volver a realizar papeles menores a cambio de desmesuradas sumas de dinero, Coppola recurrió de nuevo a él para el papel del coronel Kurtz en su película Apocalipse Now donde llegó pasado de peso, con la cabeza afeitada y sin una línea de guión en la cabeza. Coppola, a causa del caótico rodaje, decidió cerrar los ojos casi con un espíritu suicida y confiar en que volviera a gestarse la genial organicidad que ya había visto en El padrino por parte de Brando, dejándole improvisar entre una atmósfera absolutamente fascinante e hipnótica, creada entre tinieblas por el genial Storaro.

UN ESPÍRITU LIBRE

Leer partes del poema Los hombres huecos de T.S. Elliot e improvisar líneas aparentemente carentes de cualquier tipo de sentido y lógica de lo que debería ser el esbozo del coronel Kurtz pero cuyo resultado final fue brillante. Probablemente, y a pesar de sí mismo, había interpretado uno de los papeles más grandes de su carrera con un sentido deliberado del tempo en su interpretación, que fue consustancial con aquello que estaba expresando en cada línea y que acompañaba cada movimiento. Una vez más en Brando, el genio se había impuesto a la estupidez del cínico de forma indefinible y volvió a dejar la certeza de fue Stradivarius que perdió la fe en algún momento; y que fue prisionero de la mediocridad de una industria llamada a sí misma «de los sueños», que tal vez no supo estar a la altura del lenguaje de uno de sus genios.

Su hermana <b>Jocelyn</b> pronunció estas palabras en su funeral:

«Es un espíritu libre, quizá el más libre que jamás pude ver, por eso debemos dejarle ir».