Si Berganza, el chucho al que Cervantes dio vida en su pícara fantasía El Coloquio de los perros, una de sus Novelas ejemplares, era capaz de bailar la zarabanda y la chacona y entonar un fa, mi re, «tan bien como un sacristán», el Perro Juan, heterónimo del muy estimado Santiago Auserón, no poco cervantino también él, posee cualidades musicales que darían para una ejemplar narración contemporánea. Juan Perro actuó el viernes en Zaragoza, en el Teatro de las Esquinas, dentro del segundo Festival de Guitarra, voz entonada y guitarra en ristre, haciendo virtud de su solitaria presencia y dando vida en directo a las canciones de ese aparentemente sencillo nuevo disco titulado El viaje, un hermoso compendio de estares y cantares que desgranan la esencia con mucha enjundia y dibujan el recorrido vital y sonoro de quien tanto ha buceado (y hallado) en las procelosas pero fructíferas aguas de la poesía y la música populares.

Juan Perro, en su soliloquio cervantino del siglo de las convulsiones, se muestra como un artista ilustrado pero cercano, que bebe en las fuentes de Góngora y otras métricas españolas, se mete en las hechuras del son y la rumba cubanos, transita por fronteras a la manera de Ry Cooder, y lleva a su terreno retazos de negritud con pulsaciones que van de Skip James a Otis Redding. Trovador y bluesman, enciclopedista y showman, Juan Perro es el epítome del músico que arrasa taxomías para facturar una propuesta singular, históricamente necesaria y contemporáneamente emocionante.

Así queda patente en las espléndidas canciones de El viaje que ofreció el viernes (Los inadaptados, Ámbar, En la frontera, El forastero, Nada (sensacional), De un país perdido, A morir amores, El desterrado, Arenas del Duero, Agua de limón y Luz de mis huesos) y la revisión que hizo de otras piezas memos jóvenes de su repertorio como El mirlo del bruno, El forastero, No más lágrimas, Obstinado en mi error (tras la arrebatadora interpretación de Juan Perro una espectadora se preguntó en voz alta por qué el mundo no se paraba tras escuchar esa pieza sublime), Río negro y, ya en los bises, La estatua del jardín botánico, Pies de barro, Fonda de Dolores y Señora del mar.

Cierto es que algunas canciones de El viaje necesitan cierto rodaje, pero sería injusto no reconocer que globalmente asistimos a un concierto fascinante, cantado con gusto y brío, y tocado con tantos detalles que parecía que en vez de una había dos guitarras. Súmense a eso las hilarantes presentaciones que Auserón (como es su costumbre) hace de las canciones y comprenderán por qué fue aplaudido con entusiasmo y requerido en un par de ocasiones para que volviese a escena al terminar el concierto. Si el viernes este Perro Juan, como Berganza, llega a bailar una chacona, la cosa ya habría sido la leche.