A través de filmes como la áspera comedia urbana Daddy longlegs (2009) o la historia de amor entre yonquis Heaven knows what (2014), Josh y Benny Safdie han creado un universo de personajes turbios envueltos en situaciones extrañas a medio camino entre lo naturalista y lo surrealista. Es probable que a usted el apellido Safdie no le suene de nada, y es normal; ninguna de las películas de estos hermanos se ha estrenado en España.

Eso sin duda cambiará gracias a la que ayer presentaron en Cannes, Good time, y no solo porque la protagoniza Robert Pattinson ni porque el actor está que se sale en la piel de un tipo repulsivo y a la vez increíblemente magnético, terrible a la hora de elegir peinados y aún peor a la de tomar decisiones. El motivo es más sencillo: es una cinta magnífica de la que oiremos hablar; probablemente, sin ir más lejos, este domingo cuando se haga público el palmarés.

ATRACO A UN BANCO / Good time arranca con el atraco a un banco y rápidamente se transforma en una odisea nocturna cómicamente kafkiana durante la que Connie (Pattinson) se esconde en sucesivos hogares ajenos y se alía con pintorescos criminales y busca tesoros y hasta roba botellas de refresco llenas de LSD. Las ideas de bombero que tiene a lo largo del periplo dan fuelle a una sucesión frenética de giros argumentales a cuál más lunático.

Tras asistir a una competición llena de películas empeñadas en convencernos de su potencia alegórica y de la relevancia de sus temas resulta balsámico sentarse frente a la que tiene un objetivo más modesto y que lo cumple con autoridad: mantenernos con las uñas clavadas en el brazo de la butaca y una sonrisa.

Muy distinto es el viaje que relata A gentle creature, también presentada ayer a concurso. Podría decirse que el destino es el corazón mismo de las tinieblas de Rusia de no ser porque, a juzgar por la película, usar en una misma frase las palabras «corazón» y «Rusia» es un oxímoron.

Mientras acompaña a una mujer que trata de entregar un paquete a su marido encarcelado en Siberia, y que sufre todo tipo de humillaciones y problemas burocráticos, el ucraniano Sergei Loznitsa retrata aquel país como lo más parecido al infierno; una sociedad moralmente derruida cuyos ciudadanos tiran de vodka para anestesiarse contra su propia miseria.

Es probable que la furia que derrocha la cinta esté justificada, pero su desmesura al expresarla y su modo de recrearse en el sufrimiento de su protagonista acaban siendo piedras en su propio tejado.