Por segunda vez en tres días, la prensa explotó en abucheos al aparecer en la pantalla del Teatro Lumière de Cannes el logotipo de Netflix. Para bien o para mal, eso sí, los gritos a estas alturas denotan menos una opinión en firme sobre la controversia generada en torno a la plataforma que simples ganas de jarana. Que ese siga siendo el asunto estrella del certamen -además de las exageradas medidas de seguridad impuestas por la organización y en concreto del desalojo que ayer nos metió el miedo en el cuerpo- es señal del poco entusiasmo que la competición ha generado hasta ahora.

The Meyerowitz Stories, primera de las películas que ayer presentaron su candidatura a la Palma de Oro, representa la primera presencia de Noah Baumbach, y el dato sorprende considerando que en ella el director hace más o menos lo mismo que en casi todo su cine previo: hablar de ese invento defectuoso llamado familia mezclando sarcasmo y mala uva y compasión y ternura. Es una receta cuyo secreto, como el del gazpacho, está en las medidas, y aquí Baumbach la clava.

Es cierto que a estas alturas las películas sobre familias disfuncionales dirigidas por cineastas neoyorquinos forman un subgénero por sí mismas. Viendo The Meyerowitz Stories uno se acuerda de Los Tenembaums, en la que Wes Anderson recurría a resortes narrativos similares, y por supuesto, es imposible verla sin pensar en Woody Allen. De hecho, toda ella puede entenderse como un «aquí van dos tazas» a quienes llevan años considerando injustamente a Baumbach un mero remedo de Allen.

En parte por eso, quizá sea esta la película más accesible de Baumbach hasta la fecha, pero también una de las más puramente disfrutables, en buena medida gracias a un excelente reparto en el que quien más destaca no es Dustin Hoffman ni Emma Thompson sino, sorpresa, Adam Sandler. Contemplarlo aquí derrochando emociones complejas es motivo tanto para celebrar lo buen actor que puede ser cuando quiere como para lamentar que no lo quiera ser más a menudo.

La buena noticia en relación a la otra película presentada ayer a competición, Le redoutable, es que no es la catástrofe que muchos esperaban; la mala es que, incluso contemplada con los mejores ojos, en ningún momento llega a aportar razones convincentes para justificar su existencia.

En ella el francés Michel Hazanavicius (The artist) rememora la difícil relación sentimental entre el cineasta Jean-Luc Godard y la actriz Anne Wiazemsky, que se casaron poco después de rodar La chinoise (1967) -él tenía 37 años, ella 19- y se separaron tras rodar Vent d’Est (1970). Hablar de ella es hacerlo también de la legendaria crisis creativa del director, que en aquellos años rechazó la narrativa convencional y empezó a adentrarse en la radicalidad.

HOMENAJE INCOHERENTE

En todo caso, Le redoutable está menos interesada en explorar ese proceso que en hacer una película como las que hacía Godard. Es un homenaje, sí, pero uno incoherente. Recrea con eficacia la estética que el padre de la Nouvelle Vague desarrolló en títulos como La chinoise y El desprecio pero ni se atreve a ensayar los modos de su cine más experimental a medida que el relato se adentra en esos años.

Asimismo, Hazanavicius por un lado rinde tributo al maestro pero por otro no se corta un pelo a la hora de ensañarse con él. El problema no es que lo retrate como un hombre insufrible, sino que trata sus ideales políticos como una impostura indocumentada y hasta como una payasada.

Es posible que Godard ya no sea el propietario de su imagen aunque siga vivo -y haciendo películas mejores que esta, por cierto-y que cualquiera tenga derecho a manosearla. Pero el modo en que Le redoutable le da una palmadita en el hombro con una mano mientras con la otra le clava un puñal parece demostrar que Hazanavicius no tiene la conciencia tranquila al respecto.