En la cuarta temporada de Seinfeld, mítica y rompedora serie de televisión de allá por el cambio de siglo, el personaje de Susan Ross, novia de uno de los protagonistas, George Costanza, descubre unas cartas de su padre en las que se revela que tuvo un amor secreto con John Cheever (Quincy, Massachusetts, 1912-Ossining, Nueva York, 1982). El detalle tiene su miga. Es un eco divertido del pasmo con el que el público norteamericano recibió los escabrosos detalles de la vida secreta del escritor tras su muerte. Cómo sus cartas, inéditas hasta el momento en castellano, revelaron una verdad que él se ocupó de ocultar gracias a la exhibición de una feroz heterosexualidad de puertas afuera.

A Cheever, respetado por un pequeño grupo de críticos a lo largo de su vida, le costó ganarse la estimación popular. Fue en los últimos años cuando el llamado poeta de las zonas residenciales, el Ovidio de Ossining, se situó en el apogeo de su fama como ganador de un Pulitzer y el convencimiento, ya por parte de todos, de que había escrito algunos de los cuentos más memorables de la literatura norteamericana. Las zonas oscuras e inquietantes de sus relatos y de sus cinco novelas quedaban ahí, en la literatura. Nada hacía presagiar que este padre de familia tuviera tanto en el armario: el odio hacia uno mismo, la represión, el alcoholismo o el dolor.

MUJERES Y HOMBRES / La muerte del escritor se produjo en 1982. Poco después apareció la biografía de Scott Donaldson que no contó con el aval de la familia ni acceso a la documentación. Sí, aquel libro no sentó bien entre los Cheever, pero no por los motivos que podrían suponerse, porque en 1984 apareció Home before dark el libro de memorias de Susan, hija mayor del autor, en el que ya dejaba caer parte de la carga explosiva que vendría más tarde, la afición a la bebida del padre y dejó leve constancia de su compleja sexualidad. Cheever, que alardeaba de sus amantes femeninas -entre ellas, la actriz Hope Lange, la chica rubia de Un gánster para un milagro- en las cenas familiares frente a su mujer e hijos, al final de su vida acabó por reconocer lo que durante años ocultó, su inclinación homosexual, que cristalizó en la relación con un joven aspirante a escritor, Max Zimmer, al que llamó Rip.

Estos datos, que se esbozaban someramente en el libro de Susan, tuvieron su constatación en 1988 con la publicación de la correspondencia del escritor bajo el cuidado de su segundo hijo, Benjamin. La obra publicada ahora por Penguim Random House bucea en la ingente grafomanía del autor, que en algunos periodos llegó a escribir hasta 30 cartas a la semana. La habilidad del libro, construido a retazos con las cartas y los comentarios del hijo y que puede leerse como una biografía alternativa e íntima, pone negro sobre blanco todas esas cuestiones e ilumina no pocos rincones. Benjamin, por ejemplo, recuerda que su padre solía decir que quería que en su epitafio rezara «Aquí yace John Cheever / jamás decepcionó a una mujer / ni le dieron por el culo», pero cuando el alcohol desataba su lengua -a menudo- el primero en enterarse de esos detalles era su hijo.

«Mi padre era un hombre de contradicciones enormes y fundamentales. Era un adúltero que escribía con elocuencia a favor de la monogamia. Un bisexual que detestaba cualquier indicio de ambigüedad sexual», así define Benjamin en el prólogo de la obra su paradójica personalidad. El relato que compone está teñido de cariño, pero naturalmente no deja a un lado esa verdad que volvió a salir a la luz en 1990, cuando su viuda y sus hijos se decidieron a publicar su Diario, magnífico y muy recomendable, sí, pero también, la crónica descarnada de un farsante que solo en esas páginas puede expresar sus deseos; sin mencionar lo mezquino que se muestra con alguno de sus mejores amigos, como John Updike, al que elogia en público y del que echa pestes en privado con divertida malignidad.

Cheever no era en absoluto un pensador político o filosófico, sino un narrador intuitivo. En líneas generales, su correspondencia retrata una vida anodina de clase media, o lo que es lo mismo, el sustrato de sus relatos y novelas. Entre sus corresponsales están el poeta e. e. cumings; su editor en The New Yorker, William Maxwell; Updike, que al final fue bastante generoso con él; Saul Bellow y Philip Roth. Pero también algunas de sus conquistas, como Hope Lange, cuya relación como amantes se mantuvo también hasta el fin cuando él se planteaba vivir abiertamente con Rip.

COMO DON DRAPER / Si algo sorprende en la correspondencia es que no se trata de escritos desde el pedestal del gran autor. En una carta explica como creía que se había tragado una pequeña prótesis dental y, frente al pasmo del dentista que palideció, Cheever le aseguró que aquello era muy práctico para llamar a los taxis porque sus flatulencias le hacían parecer «un silbato de la policía». O aquellos consejos que dio a un joven novelista: «Que se folle a una buena agente. Y si ella insiste, que se case con ella. Es el único modo de salir adelante. Faulkner […] e incluso Gay Talese se follaron a sus agentes».

Todas estas sombras, lejos de alejarlo de nosotros, dan una mayor textura a sus dolorosos cuentos, la gran catedral cuentística del siglo XX, del que Penguim Random House ofrece también una reedición al cuidado de Rodrigo Fresán. Y en junio regresarán a las librerías sus Diarios.