Hace dos años, Rafael Sánchez Ferlosio se preguntaba en voz alta si no sería mejor ir abandonando ya este mundo para no seguir viendo lo que estaba viendo: el derrumbe de la civilización y del orden moral, cultural y estético que había conocido. Solo él sabe cómo ha sido este tiempo postrero de su vida, pero sus palabras y el gesto de su rostro delataban a un hombre que a esas alturas de la película había visto, leído y oído ya lo suficiente como para haber renunciado hacía tiempo a toda esperanza de arreglo. «El mundo camina hacia la destrucción», decía como quien, más que emitir un juicio, expresaba el deseo de que le dejaran por fin tranquilo. Más que opinar, el último Rafael Sánchez Ferlosio, exhalaba.

A finales del 2016, la editorial Debate publicó Babel contra babel, tercer volumen de sus ensayos periodísticos, y con este motivo sometió al autor a una estricta dieta de encuentros con la prensa. La palabra someter no resulta exagerada, pues el espíritu con el que Sánchez Ferlosio asistía a aquellas entrevistas se parecía al del reo que se enfrenta a su condena.

«ABURRIMIENTO Y VERGÜENZA»

Sin disimular lo lejos que estaban sus preocupaciones de los asuntos del día a día, el autor de Alfanhuí recibió a EL PERIÓDICO en su casa del barrio madrileño de Chamartín para repasar sus artículos de hace 30 años y echar un vistazo a la actualidad a la luz de lo que había escrito sobre ella en el pasado. Lo que vino no fue una entrevista sino una consulta al oráculo. Sin afeitar, calzado con unas zapatillas de franela y cubierto por una bata oscura, el escritor se sentó en un sillón orejero y en 40 minutos trazó un cuadro de la situación que invitaba a saltar por la ventana. «Todo es aburrimiento y vergüenza», resumía el pensador al analizar nuestro tiempo.

Hace poco más de dos años, en el tránsito entre el 2016 y el 2017, Rafael Sánchez Ferlosio se desplazaba por su casa con dificultad, mostraba una severa sordera y necesitaba la ayuda de una lupa de 80 dioptrías para leer. Sin embargo, ninguno de esos achaques había logrado nublarle el juicio ni acobardarle el verbo. Con la lucidez de quien ya ha visto demasiado, repartió mandobles contra Trump, el capitalismo y la cultura de nuestros días sin disimular en ningún momento su profundo cabreo por lo chabacano que se ha vuelto todo. Sin rubor, reconoció que llevaba 30 años sin pisar un cine porque las películas modernas le parecían «pura ponzoña» y confesó que no leía novelas nuevas porque todas las que se publicaban las encontraba carentes de calidad.

«¡Los Caínes y los Abeles están por todos lados, pero hoy es más difícil que nunca decir quién es Caín y quién es Abel!», bramaba a cuento del clima bélico que sigue respirando el planeta tres décadas después de que escribiera sesudos ensayos sobre los peligros de la guerra fría. Pero no era la suya una crítica improvisada o fruto de un arrebato, sino que la traía pensada del despacho. Erudito como pocos pensadores que haya dado este país en el último medio siglo, Sánchez Ferlosio se mostraba incapaz de interpretar al ciudadano contemporáneo sin acudir a los mitos de la Grecia clásica o a los opúsculos de Theodor Adorno.

En el rato que duró el encuentro, a aquel cascarrabias perdido en sus pensamientos solo se le iluminaron los ojos al evocar, a cuento de un asunto doméstico, la figura de sus nietos. En medio de tanto disgusto, allí también estaba el abuelo entrañable que se quejaba de todo pero que seguía regalando caramelos.