Seis toros de Adolfo Martín. Sebastián Castella (oreja, ovación y oreja); Emilio de Justo (ovación, oreja y oreja). Casi lleno

Sebastián Castella y Emilio de Justo se las vieron este domingo con dos lotes muy diferentes en el mano a mano ante toros de Adolfo Martín. El francés obtuvo dos trofeos, igual número que De Justo, este con un lote más deslucido.

La corrida de Adolfo Martín, publicitada en Huesca como terrorífica, obedeció más —haciendo hilo a la ciencia publicitaria— a aquel eslógan ministerial que decía «pezqueñines no, gracias».

Fue un sexteto recortado de carnes, patas cortas y faldas próximas a la arena, breves encornaduras y discreto rendimiento en la romana. Eso, por fuera.

Su comportamiento tuvo un denominador común: constante y máxima humillación desde salida, bocas cerradas hasta la muerte y una carencia estrepitosa de vida. A veces deambulando sonados por ahí, otras descargando desganados manojos de embestidas al ralentí ideales para ponerse bonito y vaciar los viajes con una cierta estética. Como suceso exótico anotar que el tercero tomó dos varas, caso inédito en lo que va de feria. Se equivocaría Castella...

En este modelo de fiesta nos ha instalado a la fuerza el sistema: hace tiempo que esto ya no es combate sino ballet. Y Sebastián, como buen francés, fue por lo versallesco con el quinto, el mejor de la tarde.

Cinco docenas de embestidas humilladas le regaló para que las vaciara a placer, al hilo y al tran tran en una labor lineal, sin picos de emoción, estética y cumplida pero sin ayuna de emoción. Solo muy al final del trajín se colocó cruzado y hasta de frente cuando ya la fuente estaba seca.

El toro tercero se hubiera lamentado de su fortuna en el sorteo porque dio todo lo que tenía: humillación, recorrido, obediencia perruna... Toro y torero no se pusieron de acuerdo. Y además Castella estuvo chungo con el pincho. Nada que ver con el sopapo que le largó al canijo primero, un torillo mortecino que soportó una larguísima faena para no llegar a nada.

BIEN COLOCADO / El consuelo de ver el concepto desnudo de Emilio de Justo, siempre bien colocado, dándole ventajas al toro nos redimió un tanto de la abnegada rutina que tantas tardes nos invade.

El cuarto, un toro escondido detrás de la mata, que se lo guardaba todo para sorprender al torero a la mínima ocasión, nos devolvió un tanto la tensión, ese de factor de imprevisibilidad que valoriza el rito y le confiere al torero un aura imaginaria entre héroe y sacerdote pagano. A ese le tragó sin reservas robándole algún muletazo por el pitón izquierdo rebosando los límites de lo razonable. Actitud.

Esa entrega constante le llevó por los aires al entrar a matar a su primero. La cosa quedó en el golpe pero el impacto señaló zonas blandas abdominales. Escapó de milagro.

El que echaba el cierre no tuvo cualidades y mucho menos vitalidad. De Justo exhibió sus dotes para conjugar distancias, altura, velocidad... más como prurito profesional que con un objetivo cierto de cuajar aquella ruinilla que pedía muerte pronta. Y a fe que De Justo se la dio con un estoconazo modélico que tumbó al toro en segundos y valió la oreja del empate. Todas ellas de muy distinto valor. H