La última vez que los Oscar no tuvieron un presentador, hace 30 años, las cosas no salieron bien. El número musical de apertura, una agónica debacle de 11 minutos, hundió la carrera del productor Allan Carr, le ganó a un musicalmente inútil Rob Lowe un lugar en los anales de infamias ceremoniales y motivó una demanda de Disney por el uso sin su permiso de Blancanieves. Difícilmente pueda superarse el horror pero los numerosos traspiés de la Academia en el camino hasta la ceremonia de este domingo la han convertido en un triste espectáculo antes de empezar.

Kevin Hart, el cómico negro elegido como maestro de ceremonias, se retiró en diciembre después de que salieran a la luz viejos chistes y tuits homófobos. Si se buscó sustituto no se encontró. Más dañinos aún han sido los desacertados pasos de la Academia para intentar adaptarse a los cambios de las audiencias de cine y el declive de espectadores, que el año pasado, en una ceremonia de casi cuatro horas, cayeron al mínimo histórico. Y la caja de los truenos se abrió cuando en agosto la institución propuso crear una categoría para película «popular», criticada idea de la que la Academia reculó menos de un mes después.

Los terremotos han seguido viviéndose hasta los últimos días; ninguno más demoledor que el anuncio de que, en el plan para asegurar que la ceremonia no pasa de tres horas, cuatro estatuillas se entregarían mientras la retransmisión estaba en publicidad. Eran corto de ficción, maquillaje y peluquería y, para indignación generalizada, fotografía y montaje. El diluvio de protestas ahogó la iniciativa.

En el intento de acortar la gala se planteó que solo dos de las canciones nominadas se interpretarían en vivo y también en eso se dio marcha atrás.

Lo que ha quedado es una gala que abrirá un número musical de Queen y donde 11 personalidades ajenas al mundo del cine presentarán las ocho nominadas en la categoría de mejor película. Lo demás, incluyendo las lecciones que se puedan sacar para el futuro, es una incógnita.