s uno de los escritores más heterodoxos de la actual literatura en castellano. Nadie se parece al enloquecido argentino César Aira que disfruta jugando con cualquier lector que se preste a ello, sin ajustándose a ninguna norma a la hora de escribir. Sus novelas (a razón de tres o cuatro al año) arrancan deliciosamente pero en un determinado momento estallan en su interior porque nada le aburre más que seguir la ruta trazada. Su último experimento, 'Prins', (Literatura Random House) aúna las claves de la novela gótica con imágenes lisérgicas que no desentonarían en 'Alicia en el País de las Maravillas'.

A causa de una crítica adversa, amenazó con no publicar tanto como antes. ¿Se puede decir que tuvo una crisis? No, yo sigo escribiendo tan poco como antes, una página o dos por día, pero es verdad que he publicado mucho. Dejé de hacerlo durante un año. No sé qué tienen contra el escritor que publica muchos libros, algunos de ellos más bien libritos. Si alguien lo quiere publicar y otros lo quieren leer, ¿qué quieren que haga? ¿Que me prive del placer de escribir, algo que es central en mi vida? ¿O que queme lo que escribo?

Pero en general, la crítica le ha tratado muy bien. Nadie le discute el lugar central en el canon de la literatura argentina. A la larga he conseguido cierto prestigio. Y eso me da como consecuencia una libertad absoluta a la hora de escribir. Ya que no la he conseguido en la vida real, por lo menos la tengo ahí. Un amigo que leyó un librito mío anterior a éste me dijo: has llegado a la edad en que te lo permitís todo (ríe satisfecho).

¿Qué libro era? Se llama 'El gran misterio'. Partía de la idea de alguien que decidía enfrentarse al gran misterio de la vida. Esa idea me duró 10 páginas, así que convertí aquello en un prólogo y, ya que estaba, seguí con la historia de un hombre que descubre los rayos X, inspirada en la historia real de Röntgen, que como no sabía qué eran ni de dónde venían les puso ese nombre, X. Yo lo transformé un poco, mi personaje no busca la transparencia de las cosas sino la transparencia de los hechos. Esos barroquismos intelectuales son los que me gustan.

Sus argumentos son barrocos pero su prosa es cristalina. Yo me comparo, modestia aparte, con Dalí. Él tenía una imaginación desbordada y una técnica totalmente académica. Si pintaba elefantes con patas de mosquitos necesitaba reproducirlos con todo cuidado. Y lo mismo es lo mío, mutatis mutandi, si estas locuras que se me ocurren las escribiera en un lenguaje barroco el resultado sería un empaste infecto.

¿De dónde proceden sus historias? 'Out of the blue'. Caen y no sé de dónde. Es algo que oigo, veo y asocio. Necesito siempre una idea paradójica, un poco borgiana para empezar.

En esta novela el misterio empieza por el título, 'Prins'. Arturo Prins fue un arquitecto que construyó el único edificio gótico, neogótico vamos, de Buenos Aires, la facultad de Ingeniería. Corren muchas leyendas sobre él. Dicen que se suicidó en plena juventud porque fallaron sus cálculos. Era una especie de Gaudí que vivía dentro de la construcción dedicado completamente a unos planos que nadie entendía. Yo mismo tengo una historia que contar sobre él.

¿Y qué es? Frente a ese edificio había un bar muy elegante con cortinas rojas que frecuenté mucho de joven porque mi amiga la poeta Alejandra Pizarnik solía escribir ahí. Yo era entonces muy esnob y quería copiarla en todo lo que hacía. Mientras escribía, yo miraba esa inmensa catedral negra con su torres altísimas que se perdían en el cielo. Pasaron los años y un día paseando por allí me di cuenta de que las torres no estaban. Pregunté y me dijeron que nunca hubo torres. Y yo todavía cierro los ojos y las veo. Leí muchos libros sobre Prins y es verdad que se diseñaron pero jamás se construyeron. El edificio quedó inacabado.

¿Ese sería el componente autobiográfico del libro? Tiene más que ver con esa sensación expandida del tiempo que siento ahora que he dejado de trabajar. Yo ocupo muy poco tiempo en la escritura, apenas una hora por la mañana, así que he andado preguntándome si debo tomar clases de pintura o sacar sudokus para rellenar lo que me queda.

¿Con dejar de trabajar a qué se refiere? Bueno, dejé de traducir. Una vez que mis libros empezaron a dar suficiente plata, como nunca necesité mucho y llevo una vida tranquila…

¿El opio que toma su protagonista también tiene algo que ver con esa percepción del tiempo? Sí, espacio y tiempo se confunden y se vuelven ambiguos. No es algo que haya pensado filosóficamente. Surge más bien como un juego. En Buenos Aires suelo tomar el autobús 126 que pasa por la calle Hong Kong. Me divirtió que mi personaje también lo tomara para dirigirse a la Antigüedad.

Su protagonista es un tipo perverso, que ha escrito 'El castillo de Otranto', 'Los misterios de Udolpho' y 'Melmouth', nada menos. Es una especie de Pierre Menard de Borges, que volvió a escribir el Quijote.

Borges está en todos sus libros. Siempre estuvo presente desde el comienzo porque con él descubrí la literatura. De chico leía novelas de aventuras pero con Borges me di cuenta de cómo eran los mecanismos que hacen literaria la literatura.

¿Qué conocimiento tiene del opio? Ninguno en absoluto. Creo que es negro y yo lo convertí en una masa como de tiza (ríe).

¿Nunca le ha tentado buscar imágenes en los estupefacientes? Siempre que lee una cosa mía, mi hijo me pregunta: ¿Qué estuviste fumando, papá? Pero no, yo los alucinógenos los llevo incorporados. Es como lo de la prosa limpia, si añado más barroquismo sería insoportable.

Y vuelve a sus finales abiertos, casi abruptos. Menciona a un arquitecto chino que proponía no acabar los edificios. Sí, para no emular a Dios, el hombre debe dejar las cosas sin terminar.

Si alguna vez le dan el premio Nobel y la gente se lanza a comprar sus novelas muchos se van a quedar de una pieza. Yo soy de esos escritores a los que se debe llegar a través de un aprendizaje literario. No porque sea tan bueno o importante, pero juego con los mecanismos de la literatura. Una vez pusieron una novela mía en una colección popular de quiosco y mucha gente me llamó por teléfono para quejarse de que no la entendía.

Necesita buenos lectores. Le voy a contar una historia que no habla muy bien de mi modestia pero es cierta. Un día caminando por mi barrio un hombre me saludó. Me detuve y le pregunté si le conocía. No, dijo, yo soy un lector, un humilde lector. Y me quedé pensando: si es un lector mío, de humilde no tiene nada. Es un lector de lujo.