Otra isla, otro escritor, la misma enfermedad. Nadie termina de explicarse por qué el grandísimo dramaturgo y autor de relatos ruso decidió coger el portante hacia el konets sveta, el fin de la tierra, un lugar tan desolado y agrio. Se especuló con un desengaño amoroso -raro: Chéjov amó a las mujeres con una distancia de gato- y una deuda con la ciencia como médico que él mismo reconoció. Pesaron más, creo, la reciente muerte de su hermano Nikolai -falleció de tuberculosis, el mal que también se lo llevaría a él a la tumba-, el ansia de exprimir la vida como un limón y la necesidad de poner a salvo su tiempo de escritor.

VIAJE POR EL BARRO

Para desplazarse desde Moscú hasta Sajalín, la mayor isla de Rusia, larguirucha pero enorme, el autor de El jardín de los cerezos precisó 11 semanas en una época en que aún no existía el ferrocarril transiberiano.

Vapores fluviales, trenes achacosos y coches de postas cuyas ruedas encallaban en el cieno; verstas y más verstas de estepa, penurias y paciencia puesta a prueba en un viaje casi suicida para un tísico. Tenía 30 años. Antón Pávlovich Chéjov hizo pie en la isla el 11 de julio de 1890 y la abandonó al cabo de tres meses, el 13 de octubre, después de haber censado a los casi 10.000 habitantes y haber constatado las terribles condiciones de vida en la colonia penitenciaria. La experiencia resultó en un libro interesantísimo: La isla de Sajalín (Alba, 2005).

Cuando recaló en la localidad de Aleksándrovsk, Chéjov se hospedó en casa de un funcionario que tenía por criada a una anciana ucraniana, condenada al penal, y a un convicto por asesinato de unos 40 años; se llamaba Yégor, un reo gigantón que tenía la boca «como un lucio». ¿Qué habría pensado aquel pobre infeliz del escritor? Imaginémosle observando de reojo al caballero de los quevedos y la perilla. Habla Yégor.

UN SEÑORITINGO DE CAPITAL

«Llegó y se marchó en un suspiro, como todos, porque aquí, en la kátorga, solo echamos el ancla los perros con sarna. Al principio, no me fiaba de él. ¿Por qué iba a hacerlo? Confiar en la verdad de los demás fue lo que me trajo hasta esta isla de Satanás. Recelaba de él. Un señoritingo de capital que me regañaba si entraba en la casa con las botas puestas -el barro, el barro, gritaba- y que me acribillaba a preguntas. ‘¿Cuánto tiempo hace que te trasladaron aquí?’, ‘¿tienes mujer en el continente?’, ‘¿cuándo adquirirás la condición de colono?’, ‘¿cuántos dientes te faltan, Yégor?’. Preguntas, preguntas, a cada rato un interrogatorio. ¿Acaso era policía? Yo le llamaba excelencia para mantener las distancias, pero él se reía y seguía hurgando. Temí que, siendo recién llegado, quisiera sonsacarme quién destilaba el vodka casero, pero estaba equivocado: aunque tomaba sus tragos, a su excelencia le interesaban asuntos mucho más extraños. ‘¿Yaces con las prostitutas de la colonia?, me preguntó tragando saliva. Le dije que no, que todas tenían el chancro y que, para eso, bien sabía yo hacerme mis cosquillas. Se rio. También recuerdo que se interesó mucho cuando le conté que mis hijos, los hijos que dejé en la aldea, no son muy listos.

En algunas ocasiones, lo encontraba tan perdido en sus cuartillas que ni siquiera alzaba la vista cuando los goznes del portón chirriaban. Entonces, me movía como un ratón para no molestarle. Dejaba los baldes de agua en la cocina o el haz de leña junto a la estufa, le lustraba las botas, removía las ascuas de la salamandra, quitaba el polvo, barría… Mis manos no saben parar quietas. Antón Pávlovich solía tirar pelotitas de papel apañuscado debajo de la mesa pero, aunque metí algunas en el bolsillo para enterarme sobre qué diantres escribía, ni yo ni la vieja Fédina, en paz descanse, sabíamos leer. Si se hacía tarde, le encendía la lámpara de aceite y le freía una chuleta.

La tarde en que me preguntó por el asesinato tosía mucho, y me dio lástima. Tosía y ocultaba el pañuelo. ¿Qué hacía un hombre tan endeble a merced de este viento helado? Dicen que Sajalín no tiene clima; solo mal tiempo. Le conté lo ocurrido y me creyó. Aunque golpeé a Andréi con un palo, no fui yo quien lo mató. Sé que Antón Pávlovich me creyó porque se lo leí en los ojos grises, y por eso, en agradecimiento, lo llevé hasta mi rincón secreto, más allá del faro, para que viera el viaje de los arenques hacia el sur, cuando el mar parece hervir.

Me abrazó en la despedida, y yo le entregué el par de alpargatas que le había estado trenzando con corteza de abedul. Mis manos no pueden parar quietas; podría matarme o hacer daño.»

Mañana, cuarto capítulo: La tragedia del Essex.