Entrar en ese circo es como empezar a bucear en una armósfera acuática, donde las cosas parecen sucederse con calma y sin estridencias. Todo el espacio es igualmente válido para mirar, cargado de aromas y sonidos adormecedores, sin que haya lugares privilegiados que tengan que ser señalados por el círculo de un foco. Y, sobre todo, sin ningún speaker con entorchados y librea reclamando a gritos el asombro, los saxofones o los aplausos.

En ese clima del Circo Chino la evolución de los equilibristas es una forma de resbalar por el espacio, están en equilibrio con el todo espacial, o consigo mismos y no con un punto concreto o un alambre. Y se enrrollan a pulso en una cinta que cuelga del toldo y suben sin mostrar el esfuerzo hasta lo alto del circo para desenrrollarse en caída libre, en una resolución vertiginosa en la que cuatro personas bajan de cabeza hasta dos palmos del suelo.

Y suena un oh! circular y unánime frente a una música de Confucio. Ese universo de calma infinita mezclada con movimientos de látigo (el pez en la pecera logra ese milagro) que la cultura china ha trasladado al circo, vuelve a ponerle al espectáculo el sello de lo nunca visto .

Es suave la escalada de insecto que muestran los artistas por unos mástiles que parecen juncos gigantescos y la contorsionista mantiene una sonrisa de Buda cuando se mueve lenta con candelabros en las extremidades, como una llama serena ella misma y pone al circo en cámara lenta al torcerse en aquella atmósfera.

Todo el espacio vale. Y por él vuelan ahora una multitud de sombreros, que vuelven a las manos de sus lanzadores, entrecruzándose sin chocar nunca, como no lo hacen las abejas ni las bandadas de pájaros, aunque cambien de pronto el sentido del vuelo. Juegos malabares con nuevos objetos. Ríe la gente con la pirámide humana, tan difícil, en la que todos los personajes se cambian los sombreros voladores en una agitación sincrónica, como las hojas de los árboles. Y giran luego por el aire unos niños vestidos de gatos, centrifugados como piedras de honda. O vuelan milimétricos los diábolos, con el mismo aplomo con el que se sostiene en el aire de ese circo el incienso.

Son muy conocidos los violentos aletazos de los luchadores del Extremo Oriente, pero hay que dejar que un artista chino demuestre lo que sabe hacer cuando tiene un palo. Hay un millón de formas de meditar. El girar de los platos tiene su origen en una antigua demostración de agradecimiento oriental, como símbolo de la alegría por los manjares ofrecidos. Pero eso lo explica un folleto. Porque todo el espectáculo discurre sin que se pronuncie una sola palabra. Ni una rifa, ni un vendedor ambulante haciendo equilibrios por las gradas.

Los artistas utilizan sillas para construir una escalera al cielo. Cuatro mujeres realizan acrobacias desde la lona. Los leones son de trapo pero con la fuerza expresiva que nunca lograría un león de verdad domesticado. Vuelan unos jóvenes durante siete minutos, cogidos siempre por los hombros o por los pies. Había comenzado el espectáculo con los hombres de terracota de la tumba del primer emperador, sacados de hace 2.300 años. Y llega al final el Pavo Real de Oro, premio en Montecarlo: el número de la bicicleta. Discreción y belleza; suavidad y calma.