En la inmensa mayoría de las películas francesas aparece una escena donde los intérpretes desayunan, comen o cenan. No como mera excusa para reunir a los personajes, sino que introduce elementos que los definen o hacen avanzar la acción. Pues la comida y la bebida, su modo de prepararla y consumirla, la elección de alimentos, son parte fundamental de la personalidad de la gente. E ilustra asimismo la importancia que el país vecino otorga a la alimentación, donde Burger King apenas existe y los McDonalds rurales se convierten en el bar del pueblo. Así, no es casual que uno de los primeros cortometrajes de los hermanos Lumiére fuera El desayuno del bebé.

No sucede lo mismo en los filmes y series españoles, donde salvo notables excepciones -García Sánchez, Gutiérrez Aragón o el mismo Berlanga- la comida es prácticamente anecdótica o inexistente. Y no será porque aquí no se confiera importancia a la misma, en su condición social y en el placer que provoca.

Se dice que es más sencillo cambiar de religión que de forma de alimentarse. Pero aquí, donde la cultura católica en su más amplio sentido sigue dominando nuestros ritmos y vidas, no hemos sido capaces todavía de integrar nuestra gastronomía en la literatura, el cine, las series, el arte.

Quizá estemos orgullosos de nuestros cocineros punteros, que siguen a la cabeza de los listados mundiales, pero seguimos denostando nuestra tradicional cultura culinaria. La que hizo, y hace, de la necesidad virtud, de los recursos mínimos, exquisiteces palatales.

Hoy se estrena la serie basada en el libro La cocinera de Castamar, de Fernando J. Múñez, que además de novela histórica resulta un profundo canto a la gastronomía. No solamente al hecho de cocinar y comer, que también, sino a su poder evocador, el placer que produce, las consideraciones históricas y filosóficas, etcétera.

Esperemos que todo ello se mantenga en la pantalla, respetando la compleja personalidad de la cocinera protagonista, todo un canto a la gastronomía bien entendida.