Cuando una primera novela recibe el PEN/Hemingway y media docena de premios secundarios y figura en todas las listas de libros notables que redactan los medios al cerrar el año, incluidos el New York Times, el Washington Post y el New Yorker, parece obligado concederle la oportunidad de una lectura atenta. Yaa Gyasi nació en Ghana y se crió en Alabama, se licenció en Humanidades en Stanford, participó con beca meritoria en el archifamoso taller literario de Iowa y vive en Nueva York. Solo le faltaba escribir una buena novela. Y aquí está.

Volver a casa narra tres siglos de historia a partir de las tribulaciones de Effia y Esi, hijas de una misma madre, en la costa africana de lo que hoy sería Ghana, en el siglo XVIII. Sabidos el lugar y la época, no hace falta haber leído mucho para dar por hecho que estamos ante una novela sobre la esclavitud. Gyasi nos brinda el relato de esa lacra histórica con una mirada de gran angular, valiente, capaz de captar los motivos y las emociones de los hombres y mujeres que la protagonizaron, pero también los intereses de las naciones que se beneficiaron, y hasta el terrible error de las tribus africanas que en algún momento creyeron poderse beneficiar del comercio de esclavos. Nos lleva de la codicia al dolor.

Para contar esa historia, Gyasi toma una decisión estructural que, a cambio de una renuncia importante, lleva premio para el lector: repartir el protagonismo en el tiempo. Cada capítulo avanza una generación. Renunciamos a la perspectiva única, la hilación de peripecias de un mismo personaje que tanto facilita el tránsito por una novela larga. Salvo que aceptemos que esa fragmentación del protagonismo configura un personaje colectivo cuyo tamaño moral es mucho mayor que el de cada omponente. Individuo, tribu, raza, humanidad.

Una negra friega los orines de un club de jazz de Harlem en los 70 pese a que, por su voz, merecería estar en el escenario. Su destino se ha decidido con un método casi científico: si su rostro es más claro que el papel de las bolsas del pan, puede cantar; si es más oscuro, a fregar. Y en ese momento, se nos hace imposible fingir que no vemos el hilo que enlaza a ese personaje con la niña que, siglos atrás, lloraba en el galpón de la costa donde esperaba que la embarcaran como esclava. La noción de que cada hijo, nieto, bisnieto de esclavo arrastra el peso de las cadenas deslumbra al lector, que no podrá negarse a debatir si los hijos, nietos y bisnietos de los esclavistas cargan con un lastre mayor.