Frente al valor de ser un autor seguido y querido por los lectores de todo el mundo -aunque algunos se remitan a sus primeras obras como sus verdaderos logros-, el neoyorquino Paul Auster ha abordado su obra más ambiciosa y extensa, 4321 (Seix Barral / Edicions 62), cuatro novelas trenzadas en una sobre un mismo personaje, Ferguson, y su posibles vidas alternativas. Una novela de casi 1.000 páginas que tiene su recompensa lectora en el final y se encuentra en la recta de salida para hacerse con el premio Booker Man. Es difícil hacerse a la idea de que Auster ha envejecido físicamente aunque, a sus 70 años, aún le queda mucho de su antigua planta y apostura. Si hubiera que definir su disposición se podría decir que lo suyo es la distante amabilidad.

-Con un sustrato autobiográfico aún mayor que en trabajos anteriores, ¿considera que solo con la madurez podía abordar una novela de esta magnitud?

-Supongo que la historia de las distintas infancias de Ferguson sí hubiera podido escribirla antes, pero para reflejar el contexto social en los años 50 y 60 habría necesitado mayor perspectiva y distancia temporales para procesar los sentimientos y las sensaciones. Pienso en Tolstoi escribiendo Guerra y paz 45 años después de los sucesos que cuenta. Por contra, si narras el presente no sabes cómo acabarán las cosas.

-¿Era consciente de que estaba haciendo un esfuerzo extra, qué había en el libro una mayor dosis de ambición, más allá de su extensión?

-Son cuatro libros en uno. Y en sí es un intento tan loco como escribir sobre un perro que habla [Tombuctú] o alguien que levite [Mr. Vertigo], pero no más que eso. No puedo decir que se trate de mi obra maestra porque no me lo planteé así.

-¿No tenía en mente hacer su Gran Novela Americana? Ese concepto tan musculoso y discutido que, al parecer, es un feudo exclusivamente masculino.

-Es que no sé bien qué significa eso. En términos históricos ese concepto no está necesariamente ligado a libros extensos. Solo Moby Dick es voluminoso. La letra escarlata, Huckleberry Finn, La roja insignia del valor y El gran Gasby tienen todos los números para figurar en esa categoría y no son extensos. Yo nunca me imaginé que 4321 iba a ser un libro tan largo. Pero no me gustaría que fuera una cima, intento dejarlo atrás y escribir otros. Aunque no sé si a partir de ahora todo será descenso.

-En la novela hay ecos de su infancia. El descubrimiento de la literatura, por ejemplo.

-Mi padre y mi madre no leían. No habían ido a la universidad. Pero yo sí leí desde pequeño. La hermana de mi madre estaba casada con un traductor buenísimo de Homero, Dante, Ovidio y de poesía italiana del siglo XX. Cuando yo tenía 6 años mis tíos se fueron a vivir a Europa y estuvieron allí 11 años. Mi tío dejó sus libros en casa de mis padres y en nuestro primer traslado, mi madre decidió sacar aquellos libros de las cajas y ponerlos en las estanterías. Fue un magnífico regalo para mí. En la novela a uno de los Ferguson es su padrastro quien le ofrece ese legado y la posibilidad de ir a la universidad.

-Y él no tiene ganas de ir, como le sucedió a usted también.

-Yo no quería ir a la universidad, pero fui y acabó siendo una experiencia impresionante para mí. Entre los 18 y los 22 años tuve las mejores y más intensas lecturas. Así que podría decirse que aquella etapa fue un mezcla de excitación e infelicidad. Todo a la vez, una sensación contradictoria que todos los jóvenes experimentan.

-Creo que este libro empezó a escribirlo a la edad en que murió su padre. Es significativo que la muerte de este, que se filtra de en las cuatro historias, fuera el detonante de su literatura.

-Supongo que cada uno de mis libros es un intento de comprender quien soy, aunque no me lo planteé así. Claro que no estoy hablando de mi padre en cada libro, pero es cierto que escribí mi primer libro de prosa tras su muerte. Mi padre no fumó nunca, no bebía, jugaba al tenis cada día. Jamás me hubiera imaginado que iba a morir a los 66. Murió cuando estaba en la cama haciendo el amor con su novia. Para mí fue un shock porque no estaba preparado para esta noticia. Después de eso escribí La invención de la soledad.

-Es un bonito libro.

-Todavía sueño con mi padre. ¿Acaso no lo hacemos todos? Cuando cumplí 66 años me di cuenta de que estaba a punto de ser más mayor de lo que él había podido ser. Y fue un momento muy extraño, como cruzar una frontera invisible. Me pareció extraño embarcarme en esta novela y me obsesioné con llegar hasta el final. La imagen de la muerte era constante durante mi trabajo. Y lo único que hice durante esos años fue escribir, escribir y escribir. Básicamente porque no quería morirme y dejarla inacabada. Habría sido horrible estar en el despacho y tener un ataque al corazón mientras abordaba la página 50 o la 237.

-Hablemos del azar. Un concepto inevitamente asociado a sus narraciones.

-No estoy de acuerdo. No sé de donde viene eso de que estoy obsesionado por las casualidades. Lo que me interesan son las cosas inesperadas, las que ocurren de repente. Creo firmemente que la ficción del siglo XIX es la base de la ficción de los siglos XX y XXI y yo quiero que esos sucesos inesperados de las novelas de Dickens entren en mis libros. Mis protagonistas tienen objetivos, ambiciones y no están, simplemente, a merced de lo que ocurre.

-Hace unos meses su esposa, Siri Hustvedt, se quejaba en su visita a Barcelona de que solían preguntarle por la influencia que usted ha tenido en su trabajo. ¿Podría devolverle la pelota y preguntarle qué cosas le han influido de ella?

-[Se muestra encantado] Sí, el otro día me enseñaron un artículo de su periódico titulado El marido de Siri Hustvedt. Y me gustó.

-Sí, es de Care Santos.

-Eso es. Siri me ha enseñado a ser más flexible. Es muy buena detectando a la gente, una pensadora muy sutil y me gusta la forma en la que debate sobre pintura y filosofía. Yo apenas sabía nada de neurociencia y psiquiatría antes de que ella se dedicara a ello. Ahora leo sus ensayos y veo el mundo de otra manera. Creo que es estupendo vivir en la misma casa de alguien que ha escrito esos libros fantásticos. No puedo imaginarme a nadie más brillante.