150 de aquellas «cosas maravillosas», como las calificó Howard Carter al vislumbrarlas por un agujero de la tumba, a la luz de una vela, brillan ahora en la muestra de París, en la exposición del Gran Salón de La Villette. Pero llevan haciéndolo hace casi cien años, los transcurridos desde que el tenaz egiptólogo británico realizó, el 4 de noviembre de 1922, el mayor descubrimiento de la arqueología: una tumba intacta de un faraón. Salieron a la luz, 3.300 años después de su prematura muerte, la momia y los tesoros del aquel joven rey Tutankamón de apenas 19 años.

No cesaban de decirle a Carter sus colegas que ya no quedaba nada por explorar en la necrópolis del Valle de los Reyes, cerca de Luxor, pero él estaba más que convencido de que allí estaban los restos de Tutankamón, quien hoy la ciencia dice que era hijo de Akenatón, el faraón hereje y esposo de Nefertiti, que osó desafiar al poderoso clero de Amón instaurando una religión monoteísta. La madre de Tut fue probablemente Kiya, una segunda esposa de Akenatón.

Carter llevaba años realizando campañas financiadas por el mecenas y aristócrata británico lord Carnarvon, quien nunca perdió la fe en él. Excavaba cuadrícula a cuadrícula de terreno sistemática y exhaustivamente, y cuando ya estaban a punto de abandonar porque el dinero se agotaba, un joven miembro del equipo halló un escalón de piedra, el primero de los 16 que conducían a la puerta sellada de la tumba.

Entrada furtiva

Aunque Carter, Carnarvon y su hija, lady Evelyn, debían esperar para la apertura oficial a las autoridades egipcias, la impaciencia y la curiosidad les vencieron y, con nocturnidad y alevosía, penetraron en secreto en la tumba. En aquella primera incursión furtiva aún creían en la política egipcia que establecía que los descubridores podían quedarse con la mitad de lo hallado. Lógico era que no salieran con las manos vacías, pues con los años se supo que se llevaron algunas pequeñas piezas. Sin embargo, Egipto, al renovarles el permiso de excavación, cambió la ley para que todo lo encontrado en una tumba intacta pasara a ser propiedad del país. Aquello abocó a Carter a una criticada decisión para lograr financiación: conceder por un suculento contrato a The Times el monopolio de la información sobre un hallazgo que había desatado una fiebre internacional por Tutankamón. Medios de todo el mundo, pendientes a pie de tumba de cualquier mínima novedad, y la prensa egipcia quedaron excluidos.

Mientras, Carter y su equipo se dedicaron a documentar, fotografiar, catalogar y conservar con máximo cuidado cada una de las 5.398 piezas. En ello invirtió una década. El proceso llegó hasta quitar las vendas a la momia, algo que los egiptólogos actuales jamás harían para no ponerla en peligro.

Quien no llegó a ver la momia fue lord Carnarvon, que murió el 5 de abril de 1923 por una infección que le causó la picadura de un mosquito. Aquello, unido a la muerte del canario de Carter engullido por una cobra, alimentó las leyendas de la maldición de la momia molesta por haber profanado el eterno descanso del faraón. Las divulgó la prensa excluida por la exclusiva, ávida de noticias.