La primera individual de Cristina Silván (Pamplona, 1975) en Zaragoza fue doble: en el Cuarto Espacio y en la galería Antonia Puyó, en 2006. Bajo el título de Spectres, el proyecto incluyó pinturas, collages y una proyección de imágenes y sonido con el propósito de crear posibilidades a través de los múltiples cambios que ofrecían las configuraciones de sus composiciones abstractas, abiertas a nuevos, continuos e inusitados cambios de naturaleza, determinada en último extremo por la extraña relación existente entre la estabilidad de la abstracción geométrica y la inestabilidad de la abstracción gestual.

Al año siguiente, Ana Armillas seleccionó a Cristina Silván en el proyecto El ojo que todo lo ve para Caja Madrid en Zaragoza. La artista presentó una secuencia de fotografías centradas en la presencia y movilidad en el espacio de un objeto abstracto, cuya deriva visual obedecía a ritmos ajenos a los propios de un ordenamiento secuencial, para así abrirse a otras posibilidades que permitieran descubrir su infinito potencial formal. Desde el plano, las imágenes de aspecto metálico se desplegaban en el espacio a un desarrollo tridimensional, inestables y elásticas, en un continuo interrogarse sobre los cambios que en su configuración producía el movimiento.

La geometría, decía Pablo Palazuelo, es un tema central porque es la medida de la materia; medir es un modo de explorar y se explora para tratar de conocer lo desconocido. Consideración que bien puede compartir Silván quien, como Palazuelo, ve en el color el elemento capacitado para expresar los dinamismos más profundos, evocar sentimientos y emociones formales que pueden exaltar o deprimir la composición. Como en las obras que presentó en su individual Linii de la galería Puyó (2009): pinturas y una instalación, realizadas durante su estancia en la Casa Velázquez de Madrid. El objetivo de su proyecto, señaló, era potenciar el impacto visual a través de la interacción del binomio línea/color, creador de las formas geométricas cuya resolución plástica permitía una renovada inventiva y continua transformación generativa. A diferencia del sistema de creación de sus fotografías digitales, el esquema germinal de las formas pintadas seguía un proceso acorde a la «estética de la aparición» a la que se refirió Virilio, en el sentido de que una imagen crece desde las primeras líneas del cuadro hasta su fase final. Múltiples bocetos avanzaban el esquema final de las estructuras pintadas que desarrollaron sus formas bidimensionales en la tercera dimensión de la instalación.

La investigación de estados insólitos de la percepción visual siguió activa en el desarrollo de una obra que se nutre de los caminos abiertos a la geometría para profundizar en la necesidad de ver de una forma nueva. A finales de 2012 presentó en la Sala Juana Francés la exposición Messier 33, en referencia a la Galaxia Espiral M33 que en 1764 catalogó el astrónomo Charles Messier. La M33 es un auténtico hervidero de estrellas nacientes que puede observarse en condiciones excepcionales a «ojo desnudo», es decir, sin mediar instrumento óptico, aunque se recomienda su uso para apreciar mejor el enorme y dilatado tamaño del objeto más distante visible a simple vista. Leonardo da Vinci dejó claro que los pintores debían estudiar «la ciencia del arte y el arte de la ciencia», una máxima indudable a partir del siglo XVII cuando -como estudia Laura J. Snyder en su libro El ojo del observador-, las transformaciones del arte y de la ciencia cambiaron para siempre la forma de ver el mundo. Nuevos instrumentos ópticos permitieron comprender que debíamos aprender a ver tanto con los nuevos instrumentos como con nuestros propios sistemas visuales. Silván presentó en Messier 33 obras de distintas series que coincidían en la investigación de estados inusuales de la percepción visual a través del análisis de la geometría y del color, y del estudio de los sistemas digitales en los procesos de concepción de imágenes. El color, aliado con la geometría, es el elemento que determina la gramática pictórica de Cristina Silván. A «ojo desnudo» el espectador toma posición delante de sus obras para ser testigo del valor relativo del color, de su engaño persistente, de las ilusiones cromáticas que surgen de la combinación de dos o más colores en un proceso marcado por relaciones de intersección, yuxtaposición, adición o sustracción. Y como consecuencia, reflexionó Albers: «Los colores se nos presentan dentro de un flujo continuo, constantemente relacionados con los contiguos y en condiciones cambiantes». El color en la obra de Silván, como en la de Palazuelo, es forma y las formas cambian según el color. Las geometrías de las estructuras y el trazado de líneas que interrogan límites y contornos, exploran dinamismos formales y acusan la ilusión espacial que causa la naturaleza relativa del color.

En los papeles y acrílicos sobre madera del proyecto Link-up circle que presentó en la Galería A del Arte (2015), las variaciones compositivas que determinaban su producción, transformación y recombinación, estaban auspiciadas por los mecanismos de concepción digital de imágenes. No pasó inadvertido el ritmo secuencial en el montaje de las obras, por derivar en la asunción de nuevas relaciones entre los fragmentos que concilian un posible orden con la pérdida de referentes. No anda lejos la «desazón secreta» del sujeto moderno, sumido en «un caos de atomizados fragmentos de formas», de ideas a medio articular, que Simmel diagnosticó a fines del s. XIX, pero de tanta actualidad.

Varios proyectos ocupan a Cristina Silván: el colectivo The Collector en Ciudad de México, la exposición individual en la galería Antonia Puyó que antes presentará sus obras en la feria JustMAD 9, o las intervenciones pictóricas en el edificio industrial Rada en Santa Cruz de Bezana (Cantabria) y en una de las habitaciones del Hospital Materno-Infantil de Zaragoza.