De esta primera novela de Mateo García Elizondo (Ciudad de México, 1987) se puede decir que, desde una visión contemporánea, ahonda en los tópicos culturales mexicanos en torno al peso del olvido y la muerte. Se puede decir que la memoria juega con la voz potentísima del narrador. Se puede decir que la población del Zapotal vive -o muere- en el limbo donde parece "que el tiempo no pasa" porque ahí se vive "un sopor estático" eterno. Se puede decir que la puerta de entrada a esta ficción en torno a la desolación de "un pueblo fantasma" golpea como una caja de resonancia de aquella primera frase del Juan Rulfo en Pedro Páramo: "Vine al Zapotal para morirme de una buena vez". Se puede decir que es un libro trágico sostenido desde "la voz de los muertos" porque ahí "no se siente ninguna compañía ni ningún consuelo, no se siente sino pura ausencia".

Pero a todo ello, que es cierto, habría que añadir quizá la prueba de que estamos ante un texto notable: aquí el lenguaje no es meramente representacional. El tono lo es todo. Y la trama, que se dice pronto, sucumbe también a la lectura. Gracias al susurro del lenguaje el lector queda atrapado en las redes de unos rumores que proporcionan una agudeza indagatoria a un narrador "muerto en vida", un narrador despistado hasta decir basta porque ya no sabe, y no le importa, quién vive y quién muere en este pueblo convertido en "un agujero sin fondo, que lo devora todo por su camino, todas las formas, toda la luz". Ese narrador que, como el lector asombrado, puede decir: "Es como si yo fuera uno de ellos, un espíritu que se aferra con terquedad al cadáver que trae cargando".

Y, sí, hay ecos que recuerdan la metafísica del hombre del subsuelo Dostoieski ("nada desaparece, aunque se olvide; ni siquiera yo. Todo acaba aquí, en el subsuelo"), el desorden del vacío de Camus, la peregrinación dantesca de "un alma sin rumbo", o el "largo insomnio" por el reino de la muerte de los personajes que habitan Comala. Y, sí, hay también las dosis certeras de una violencia atávica y ancestral -y muy moderna- que todo lo trastoca, una violencia íntima, solitaria, lenta y suave en forma de un yonqui en busca desesperada y desesperante de su santo grial, la heroína: la lady, que le permitirá "ver a los muertos". El poder de esa enunciación que se muere lo es todo en esta ficción. Una enunciación problemática, fantasmática, extrañamente certera y que da cuenta de cómo hablan los muertos, qué es un bardo o cómo se vive en un pueblo fracasado, un pueblo que "no es sino el reflejo de la soledad y desolación".

Habrá que estar atentos a lo que siga porque esta primera muestra de García Elizondo -al que no hay que presentar como el nieto de García Márquez y de Salvador Elizondo, no lo necesita- parece dejar claro que estamos ante un voz interesantísima, capaz de sostener el pulso de la historia a través de un discurso directo y fluido que fluctúa entre lo contemporáneo y lo ancestral. Ahí radica su solvencia. La orfandad del personaje por morir abre la ficción a la compañía de tantos muertos en vida que le acompañan en su desfile dramatizado por este valle de lágrimas de tal manera que sigue su procesión por los vestigios de la memoria a través de una obscuridad sin forma".

Una cita con la Lady

Mateo García Elizondo

Anagrama

200 páginas

16,90 euros