Nueva York, años 50. Un hombre cuarentón toma copas a las tres de la tarde en el bar de un hotel con una joven que parece no tener mejor lugar adonde acudir y, entre trago y trago, le desgrana la historia de (des)amor compartida años atrás con una mujer divorciada. Un relato triste, susurrado en el tono exacto y envuelto en la atmósfera de pérdida irreparable que emana de los mejores cuadros de Edward Hopper, el pintor de la soledad norteamericana. Hete aquí el marco narrativo de Los enamorados, un mecanismo "el de confesar lo vivido a la desconocida" no demasiado creíble, pero que desata los caballos sobre el lodazal de las relaciones afectivas. Se trata de una autopsia del amor en toda regla, de una honestidad brutal, en la línea de Carver.

Ninguno de los dos tiene nombre, ni el caballero del bar ni la examante divorciada, quien carga con una hija de 5 años. Dos personajes radicalmente solos embarcados en una relación anodina, como tantas, hasta que irrumpe el detonante: Howard, un millonario ocioso y resentido con el género femenino, ofrece a la mujer mil dólares a cambio de una sola noche de sexo.

A partir de ahí, la crónica de una ruptura sórdida. No se producen grandes giros argumentales y apenas aparecen en escena un par de personajes más, pero, con tan simples alambres, Alfred Hayes (Londres, 1911 / California, 1985) fue capaz de levantar la estructura de una pequeña obra maestra, magnífica en su contención. ¿Habrá un pretexto literario más manido y codificado que el amor? Puede que no. Y sin embargo, la lectura de Los enamorados, de esas que se devoran de una sentada, deja al lector sin aliento, enfrentado a su espejo, al viejo dolor de la porcelana resquebrajada.

Hayes cautiva gracias a un buceo profundísimo en las situaciones y sentimientos que genera la pérdida del amor, ese "fénix de pacotilla" al que se aferran los personajes: la autocompasión, los celos, el odio, las mentiras cruzadas, los ejercicios de impostura teatral, el insomnio. Y lo consigue gracias al distanciamiento, los paisajes subjetivos que esboza, el estilo y una minuciosa atención por el detalle.

Publicada en 1953, resulta incomprensible cómo una obra de este calibre pudo caer en el olvido tanto tiempo, hasta que The New York Review of Books decidió rescatarla hace un par de años. Parece que Hayes, uno de los mejores escritores de su generación, pasó de moda en los años 70, tal vez porque dedicó el grueso de su producción a los guiones de Hollywood, una actividad en la que se había adentrado en Roma, adonde fue destinado en la segunda guerra mundial. De hecho, colaboró con mitos del neorrealismo italiano, como Roberto Rossellini y Vittorio de Sica. Aunque tardío, bienvenido sea el milagro de recuperar una novela que reconcilia con la razón de leerlas: la de comprender mejor el misterio de la vida.