Con una filmografía que se enumera con los dedos de una mano, y en especial gracias a Fuerza mayor (2014), el sueco Ruben Östlund se confirmó como un observador implacable de la conducta social humana y en particular de las miserias, presunciones y prejuicios ocultos de la clase pudiente progresista. Y sigue haciéndolo con la película que ayer presentó en el Festival de Cannes y con la que aspira por primera vez a la Palma de Oro.

The Square acompaña al comisario jefe de un museo de arte moderno de Estocolmo en su gradual e inexorable descenso a los infiernos. Christian (Claes Bang) es un tipo que tiene dinero, prestigio laboral y éxito entre las mujeres, y Östlund pasa 140 minutos de metraje despojándole de ello como si del traje nuevo del emperador se tratara.

En el proceso, The Square lanza constantes dardos envenenados al mundo del arte moderno. A decir verdad, la película castiga a su protagonista para reírse de muchas otras cosas, en especial de la masculinidad moderna y la cobardía inherente a ella -tema estrella en la obra de Östlund- y de la ansiedad que nos causa saber que no somos la misma persona que intentamos hacerle creer al mundo que somos.

Ruben Östlund vuelve a demostrar una sensibilidad hermanada con la del director austriaco Michael Haneke. Es verdad que Haneke es el tipo de narrador que no ha contado un chiste en su vida y que el sueco, en cambio, es un meticuloso suministrador de humor negro, pero las risas que ese humor nos proporciona son casi siempre de la variedad nerviosa. Su objetivo, como el del director de Amor, es hacernos sentir vergüenza, pánico y humillación por el hecho de estar observando.

The Square, decíamos, es una película larga. Todas las ideas que incluye no habrían cabido en una más corta, pero quizá Östlund debería haber querido darse cuenta de que no todas ellas son igual de buenas.

En otras palabras, la película no posee la extraordinaria lucidez que ofrecía Fuerza mayor. Pero contemplarla sin duda proporciona el mismo tipo de experiencia visceral, inquietante e inolvidable.

Por otra parte, la película 120 latidos por minuto, también presentada a concurso, mezcla lo político y íntimo. Mientras recrea las luchas que el grupo ACT UP llevó a cabo en París hace un cuarto de siglo para defender a las víctimas del sida, el director Robin Campillo poco a poco va tejiendo una historia de amor entre dos miembros del grupo. El tipo de historia que solo puede acabar de una manera.

Muchos se apresuraron ayer a situar 120 latidos por minuto como favorita a la Palma de Oro, y no es para tanto. Quizá de forma inevitable en una película que no solo recrea hechos reales sino que además trata un asunto tan sensible, aquí la narrativa peca de convencional y hasta de mecánica a pesar de las florituras visuales -el Sena teñido de rojo, el polvo que flota en una discoteca convertido en células infectadas- a las que Campillo regularmente recurre. Pero es una obra que esquiva hábilmente los sermones, que desarma con su sinceridad, y que sin regodearse en el dolor hace que nos duela tragar saliva.