Lo que hace unos meses se veía como algo inviable poco a poco se está convirtiendo en una realidad siempre con todas las precauciones del mundo. Llegó marzo y el confinamiento, como no podía ser de otra manera, provocó la clausura de todos los templos culturales. La famosa desescalada ideada por fases (de la que ya nadie se acuerda, por cierto, entre normas autonómicas, decretos, rumores y fake news) que comenzó en mayo (sí, hace ya más de ocho meses) ponía unas condiciones que los centros culturales veían inasumibles. Por lo tanto, la mayoría de los teatros no llegaron a abrir sus persianas con el consiguiente perjuicio para, obviamente sus gestores en el caso de las salas privadas, pero también para los ciudadanos, muchos de ellos asfixiados mentalmente por la situación.

Y es que las inquietudes del ser humano siguen ahí y acrecentadas por la incertidumbre que provoca la pandemia. No voy a entrar en el tópico de que en estos tiempos se necesita más que nunca la comedia y echarse unas risas (uno es de la opinión que eso es necesario siempre pero es agotador tener que cumplir con ello como si fuera una orden) pero sí que es conveniente detenerse en la labor sanadora que tiene el teatro. En cualquier género, subirse a un escenario ya te convierte en el espejo de muchos de los espectadores. Esos que cumpliendo un ritual ancestral han salido de su casa, han comprado una entrada y se sientan en una butaca dispuestos a centrar toda su atención en el escenario. Y es ahí, en ese momento en el que el telón se levanta es cuando el público se enfrenta a su propia realidad, esa que circula por su interior.

¿Por qué digo todo esto? Simplemente para dejar claro, si es que en algún momento no lo ha estado, de que el mundo, bien lo sabían ya en la antigüedad, sería otro totalmente diferente si no existiera el teatro. Y es por eso que es momento de reivindicar su labor bien alto y bien fuerte. Más ahora. En estos tiempos tan complicados de pandemia prolongada (que, de momento, no parece tener claro dónde estará su final) no se está valorando suficiente el gran trabajo que están realizando las salas de teatros. Contra viento y marea, fijándonos en Zaragoza (el Teatro Olimpia en Huesca también ha recuperado su actividad), las tres salas privadas de la ciudad (Teatro de las Esquinas, Teatro Arbolé y Teatro de la Estación) sin olvidarnos de la sala de teatro alternativo, Teatro Bicho, junto a las dos municipales (Teatro Principal y Teatro del Mercado) están dando un poco de respiro y auxilio a unos ciudadanos cansados de la situación que les asfixia y, probablemente, lo estén haciendo en muchos de los casos sin que la rentabilidad sea la adecuada para levantar la persiana.

Es evidente que los peligros de la pandemia están ahí (hay que tener mucho cuidado porque ya sabemos que a la mínima tenemos el drama encima de nuestras cabezas) pero los teatros, aplicando todas las medidas de seguridad, son, por encima de todo, un lugar seguro para el alma.

En ellos, por hacer referencia a lo que decía unas líneas más arriba, se puede contemplar desde una comedia hasta un drama pasando hasta por un espectáculo de circo pero también, o más bien, a través de todos ellos, uno se confronta consigo mismo y descubre que, al final, el alma también necesita su propio cuidado para poder respirar aire puro y sano... para nuestras propias cabezas. No dejemos que nos quiten ese derecho inalienable que tenemos por el simple hecho de ser personas de curarnos el alma. Este sí que no podemos dejar que nos lo robe nadie, por favor.