El monarca de las sombras, impecable cierre del círculo que abrió Soldados de Salamina en el 2001, es de lectura inexcusable para quienes leyeron aquella novela: ambas se iluminan mutuamente. El tema, como entonces, no es tanto la guerra civil y sus atroces secuelas y la memoria de todo ello -sin dejar de serlo- como la toxicidad de cierto heroísmo patriótico, la mendaz épica con que se disfrazan los venenos ideológicos (aquí los del fascismo) que arruinaron (o segado) la vida de muchos jóvenes idealistas o tan solo inmaduros. En Soldados... había un héroe auténtico, un excombatiente republicano que se apagaba, olvidado por todo el mundo, en un asilo francés. En esta novela hay un héroe falso, un adolescente borracho del lenguaje falangista que muere en la batalla del Ebro a los 19 años.

MÁS AUTOBIOGRÁFICO / ¿Qué llevó en 1936 a un chaval -a miles de chavales- a creer en el infeccioso sueño fascista y entregar su vida a cambio de esa calderilla ideológica? El interrogante latía debajo del retrato de Rafael Sánchez Mazas en Soldados de Salamina y ahora la pregunta cobra un nuevo sentido, porque el joven que protagoniza el libro es Manuel Mena, el tío abuelo de Javier Cercas al que la madre del escritor, desde su infancia, veneró como a un héroe. Por decirlo brevemente, Sánchez Mazas, como ideólogo de Falange, fue responsable indirecto de la muerte de Mena.

Setenta y tantos años después de los hechos, Javier Cercas -aquí más autobiográfico que en el 2001- emprende un viaje al origen para averiguar en qué consistió ese pasado familiar que le resultaba embarazoso.

La novela combina los capítulos de esa investigación, en los que lo acompañan David Trueba -vehículo de una incisiva autocrítica- o su madre Blanca Mena (la protagonista solapada del libro), con el resultado de la misma, que se expresa en forma de relato sobre Mena pero también sobre Paco Cercas, el abuelo del novelista.

Ambos planos narrativos progresan en paralelo hacia un mismo punto de fuga (o punto ciego) en el que Mena pasa de encarnar el heroísmo del Aquiles de La Ilíada (todo él épico arrojo irreflexivo orientado hacia una kalos tanatos, una muerte hermosa) a representar el Aquiles muerto de La Odisea (el «monarca de las sombras» que preferiría ser siervo de un campesino que habitar entre los muertos).

Es el itinerario del desengaño que Javier Cercas reconstruye a través de testimonios y vestigios fragmentarios pero que permite vislumbrar a Manuel Mena como un joven iluso que sirvió de carne de cañón en una guerra que creyó que era la suya y en la que combatió en el bando equivocado.

Para evitar la novelería propia del literato que es, Cercas se prohíbe fantasear, ateniéndose a los datos que va reuniendo y que vierte en el relato del pasado. En ese relato, él es un figurante, mientras que en las pesquisas en presente es el motor de la acción y el narrador.

En ambos niveles, y a través de muy variados registros, el autor abunda en los asuntos que ha desarrollado en su obra anterior: el enigma de la identidad cultural, la ponzoña de las ideologías redentoristas, el noble sacrificio moral de arriesgar la propia seguridad para salvar el futuro de otros, la necesidad de romper la amnesia histórica y recordar cómo hemos llegado a ser lo que somos y gracias a -o por culpa de- quiénes, pero también la capacidad de la literatura para formular las preguntas más turbadoras y profundas que el lector deberá tratar de responder.

Esta formidable novela sin ficción tiene algo de purga personal de valor colectivo porque mantiene vigente el compromiso de luchar contra la desmemoria.